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El vínculo secreto entre Egipto y América Parte 2

ruftata

Hij@'e Puta
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Muchos viajeros distinguidos visitaron México y describieron sus ruinas. Entre ellos el gran Alexander von Humboldt. Pero por el motivo que fuese sus descripciones no surtieron ningún efecto fuera de los círculos eruditos. Hasta mediados del siglo XIX no llegaría el legado de América del Sur a conocimiento de un público más amplio. En 1841, una obra en tres volúmenes, titulada Viaje al Yucatán, obtuvo un inesperado éxito de venta y su autor, un joven abogado de Nueva York que se llamaba John Lloyd Stephens, se hizo célebre de la noche a la mañana en Europa así como en los Estados Unidos. Stephens ya había explorado la arqueología del Viejo Mundo, en Egipto, Grecia y Turquía. Y al leer el informe de un coronel mexicano que hablaba de enormes pirámides enterradas en la jungla de Yucatán -a orillas del golfo de México-, recurrió a sus influencias políticas y se hizo nombrar encargado de negocios en América Central. Al partir para ocupar dicho puesto, se llevó consigo a un artista llamado Frederick Catherwood. Después de desembarcar en Belice, Stephens y Catherwood emprendieron viaje al interior siguiendo la frontera entre Honduras y Guatemala. Resultó más peligroso e incómodo que viajar por el Oriente Medio. Una guerra civil asolaba el país en aquellos momentos y los dos hombres pasaron una noche detenidos mientras soldados borrachos disparaban sus fusiles al aire. Después, se internaron en la espesa jungla, donde las copas de los árboles se juntaban en lo alto y el aire sofocante estaba lleno de mosquitos. Respiraban el hedor de las materias vegetales en descomposición y sus caballos se hundían a menudo hasta el vientre en los pantanos. Stephens casi había perdido la fe cuando un día se encontraron con un muro construido con bloques de piedra en el que había un tramo de escalones que subían hasta una terraza. El guía indio atacó las lianas con su machete y luego, al apartarlas, dejó al descubierto una especie de estatua que parecía un inmenso tótem cuya altura era más del doble de la estatura de un hombre. Un rostro inexpresivo con los ojos cerrados les miraba desde arriba; los motivos decorativos eran tan ricos y estaban tallados de forma tan primorosa, que parecía alguna de las estatuas de Buda que se encuentran en la India. Sin duda alguna se encontraban ante la obra de una civilización muy avanzada.





Durante los días siguientes Stephens se dio cuenta de que se hallaba al borde de una ciudad magnífica y enterrada casi totalmente en la jungla. Se llamaba Copán y en ella había restos de enormes pirámides esca- lonadas -parecidas a la de Sakkara- que formaban parte del complejo de un templo. El indio que era propietario del lugar, un tal don José María, al principio se mostró irritado ante la presencia de intrusos extranjeros, pero pronto se avino a razones cuando éstos le propusieron comprar la ciudad de la jungla por una suma inmensa que superaba todas sus expectativas. De hecho, la oferta -50 dólares- le convenció de que estaba tratando con un par de imbéciles, pero aceptó sin dejar que se le notara la perplejidad que le producía el deseo de comprar una propiedad que no valía nada. Stephens dio una fiesta y ofreció cigarros a todo el mundo, incluso a las mujeres. En – Viaje al Yucatán, libro de Stephens, el mundo civilizado tuvo por primera vez noticia de los mayas, que eran un pueblo antiguo que precedió a los toltecas (con quienes coincidió en parte) y que había construido Copán hacia el año 500 d. de C.; en otro tiempo sus ciudades se habían extendido de Chichén Itzá -en Yucatán- a Copán, de Tikal en Guatemala a Palenque en Chiapas. Sus templos eran tan magníficos como los de Babilonia; sus ciudades, tan elegantes como París o Viena en el siglo XVIII; su calendario, tan complejo y preciso como el del antiguo Egipto. Sin embargo, los mayas también representaban un gran misterio. Hay pruebas de que, hacia el año 600 d. de C., decidieron abandonar sus ciudades; su método, al parecer, consistía en trasladarse a un nuevo lugar de la jungla y construir allí otra ciudad.



En un principio se pensó que eran expulsados por sus enemigos. Pero luego, al aumentar el conocimiento de su sociedad, resultó claro que no tenían enemigos; en su propio territorio eran supremos. También hubo que descartar que la causa fuese alguna catástrofe natural -un terremoto o unas inundaciones, por ejemplo-, toda vez que no se encontró ninguna señal de destrucción. Y si la causa hubiera sido alguna plaga, los cementerios habrían estado llenos y no era así tampoco. La teoría más verosímil es la que propuso el arqueólogo norteamericano Sylvanus Griswold Morley, que creía que el origen de los mayas se remontaba al 2500 a. de C. Morley señaló que las ciudades mayas sugerían una rígida estructura jerárquica, con los templos y los palacios de la nobleza en el centro, y las chozas de los campesinos dispersas alrededor de los bordes. En la sociedad maya no existía «clase media», sino sólo campesinos y aristócratas (los sacerdotes se contaban entre éstos). La tarea de los campesinos consistía en mantener a las clases altas con su trabajo… en particular, el cultivo del maíz. Pero sus métodos agrícolas eran primitivos: arrojar semillas dentro de un agujero hecho con un palo. Al parecer, no sabían nada sobre la conveniencia de dejar que ciertos campos «descansaran», es decir, dejarlos en barbecho. A causa de ello, la tierra que rodeaba las ciudades se volvía yerma poco a poco y entonces era necesario mudarse a otra parte. Además, debido a la rigidez de la estructura social, la clase gobernante no recibía sangre nueva. De manera que la tierra de labranza perdió su fuerza, la población campesina creció, la decadencia de los gobernantes fue en aumento, la sociedad empezó a desmoronarse lentamente… y un pueblo otrora grande cayó en el primitivismo, lo cual confirma la sospecha del académico norteamericano Charles Hutchins Hapgood, estudioso de los períodos glaciares, así como de las grandes alteraciones climáticas del planeta debidas a los cuatro grandes cambios de posición de los polos, de que la historia puede retroceder.



El libro de Stephens inspiró a un abad francés, Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, que decidió seguir sus pasos en México. En Guatemala encontró el libro sagrado de los indios quichés, el Popol Vuh, lo tradujo al francés y lo publicó en 1864. Aquel mismo año sacó una traducción de la Relación de las cosas de Yucatán, del obispo Diego de Landa, obra de inmenso valor que escribió uno de los «conquistadores» españoles originales y que estaba acumulando polvo en los archivos de Madrid. Su obra en cuatro volúmenes Historia de las naciones civilizadas de Méjico y de la América Central en los siglos anteriores a Cristóbal Colón fue reconocida inmediatamente como la más importante que se había escrito sobre el tema hasta entonces. Pero uno de sus descubrimientos más interesantes fue un libro religioso de los mayas conocido por el título de Troano Codex, que más adelante, al encontrarse una segunda parte, se convertiría en el Codex Tro-Cortesianus, propiedad de un descendiente de Cortés, porque fue en este libro donde Brasseur vio que se mencionaba una gran catástrofe que había convulsionado América Central en un pasado remoto. Brasseur declaró que el año podía identificarse como el 9937 a. de C. y destruyó gran parte de la civilización existente en aquella remota época. Brasseur había conocido a nativos que conservaban la tradición oral relativa a la destrucción de un gran continente en el océano Atlántico, y no tenía ninguna duda, al igual que el Codex, de que se referían a la destrucción de la Atlántida. Seguidamente conjeturó que era en la Atlántida donde tenían su origen las civilizaciones de Egipto y América del Sur. Esta conjetura pareció encontrar confirmación en una crónica de un gran cataclismo que se describía en los escritos de la tribu náhuatl, cuya lengua había aprendido directamente Brasseur de un descendiente de Moctezuma. Sugirió que Quetzalcóatl, el dios blanco que llegó del mar, era un habitante de la Atlántida perdida.

El náhuatl (que deriva de nāhua-tl, “sonido claro o agradable” y tlahtōl-li, “lengua o lenguaje“) es una lengua uto-azteca que se habla principalmente por nahuas en México y en América Central. Surgió por lo menos desde el siglo VII. Desde la expansión de la cultura tolteca a finales de siglo X en Mesoamérica, el náhuatl comenzó su difusión por encima de otras lenguas mesoamericanas hasta convertirse en lingua franca de buena parte de la zona mesoamericana, en especial bajo los territorios conquistados por el imperio mexica, también llamado imperio azteca, desde el siglo XIII hasta su caída (el 13 de agosto de 1521) en manos de los españoles, motivo por el cual a la lengua náhuatl también se le conoce con el nombre de lengua mexicana. De hecho los hablantes de la lengua náhuatl llaman a este idioma mexicatlahtolli o lengua mexicana y los hablantes bilingües (los que hablan español y náhuatl) llaman a este idioma mexicano. Otras fuentes señalan que la lengua náhuatl originalmente se conocía como tzemanauacatlahtolli, y que por la dificultad de pronunciación, fue reducida simplemente a náhuatl, aunque también recibe el nombre de mexicano o lengua mexicana. El náhuatl comenzó a perder hablantes conforme se fueron imponiendo los españoles en el continente, junto con el castellano como nueva lengua dominante en Mesoamérica; sin embargo, los europeos siguieron usando el náhuatl con propósitos de conquista a través de los misioneros, llevando la lengua a regiones donde previamente no había influencia náhuatl. El náhuatl es la lengua nativa con mayor número de hablantes en México, con aproximadamente un millón y medio, la mayoría bilingüe con el español. Su uso se extiende desde el norte de México hasta Centroamérica.



El náhuatl pertenece a la familia yuto-nahua (yuto-azteca) y, junto con el extinto pochuteco y el pipil, conforma el grupo aztecoide de dicha familia de lenguas. Dentro de la familia yuto-azteca el grupo aztecoide es especialmente cercano al grupo corachol (cora, huichol), formado por lenguas situadas al noroeste del foco de origen del náhuatl. El parentesco es algo más distante con el grupo tepimano (pápago, tepehuán) y el grupo taracahita. Desde un punto de vista tipológico, resalta su importancia como ejemplo de idioma aglutinante, particularmente en la morfología verbal y en la formación del léxico. Tipológicamente es además una lengua de núcleo final, en el que el modificador suele preceder al núcleo modificado. Existe un número importante de variedades (dialectos) de náhuatl que difieren sistemáticamente, y aunque en general el grado de inteligibilidad mutua entre variantes de náhuatl es alto, el náhuatl clásico probablemente era parcialmente ininteligible con el pipil o el pochuteco. El náhuatl se clasifica en la familia uto-azteca y es la lengua hablada por el mayor número de grupos étnicos distintos en México. También fue ampliamente usada desde los siglos XIV a XVII como lingua franca en amplias zonas de Mesoamérica. Sin embargo, el origen ancestral de esta lengua estaría según la evidencia disponible fuera de Mesoamérica. Los hablantes de náhuatl llegaron al valle de México a mediados del primer milenio d. C., asentándose el grupo mexica (o azteca) desde mediados del siglo XIII. Éstos procedían del noroeste, de Michoacán y Jalisco, y muy posiblemente de Nayarit. Hacia el año de 900 d. C., una nueva oleada de inmigrantes, de habla náhuatl, penetró en el área de las grandes civilizaciones de Mesoamérica. Muy probablemente los toltecas eran nahuaparlantes.

Se piensa que la influencia de la cultura Mexica y su lengua náhuatl llegó más allá de las fronteras del Valle de Anáhuac hasta Aridoamérica y Oasisamérica en América del Norte y hasta Nicaragua en Centroamérica. Gerardo Said escribe que dicha influencia abarcaba desde al norte del trópico de cáncer al norte de la República Mexicana hasta el sur de Norteamérica Nicān Ānāhuac’ ‘hasta aquí el Anáhuac’. Los aztecas o mexicas, quienes fundaron su capital México-Tenochtitlan en 1325, hablaban una variedad de náhuatl central, y al extenderse su imperio a través de una gran parte del centro y sur de lo que ahora es la República Mexicana, la lengua se difundió considerablemente. Ya era hablado en algunas zonas que hoy abarcan el valle de Anáhuac; hoy el Distrito Federal y los estados limítrofes como México, Morelos, Hidalgo, Puebla, Veracruz y Guerrero. Algunos nahuas de esta región han conservado su lengua autóctona hasta la época moderna. Los grupos étnicos de origen nahua conformaron varias ciudades estados ya desde el siglo XII: tecpanecas, tlaxcaltecas, xochimilcas, huexotzingas, acolhuas, texcocanos, cholultecas, etc. Sin embargo, el náhuatl es mejor conocido por su uso entre los mexicas o aztecas, por ser éste el grupo que logró la hegemonía militar y cultural sobre los demás. Desde los primeros tiempos, siempre ha existido una fragmentación dialectal de cierta importancia que se ha profundizado en los últimos 500 años. El náhuatl clásico no es otra cosa que la variedad usada durante el siglo XVI en el Valle de México, particularmente la de México-Tenochtitlan (la actual ciudad de México), la cual fue compilada por diversos misioneros europeos. Existe evidencia de la presencia del náhuatl en toda la zona conocida como Mesoamérica, si bien su origen mítico apunta a la parte de México conocida como Aridoamérica y Oasisamérica.



Durante la última parte del imperio azteca, existieron escuelas y academias en las cuales, entre otras actividades culturales, se enseñaba a la juventud a hablar bien, a memorizar, a recitar, a cantar sin y con acompañamiento instrumental (con teponaztli, huehuetl y ayacachtli, principalmente), y a “ensartar palabras bellas“. En los templos había toda una escuela asalariada de compositores de poesía y canto en servicio del sacerdocio y la nobleza. Las obras literarias en náhuatl previas a la conquista toman la forma de escritura en parte pictográfica con elementos fonéticos, que seguramente se usó para memorizar las tradiciones orales. La introducción del alfabeto latino por los frailes españoles desempeñó un importante papel en la preservación de parte de la cultura mexica, mientras que la otra parte fue abandonada por los indígenas en favor de la traída por los mismos españoles o directamente destruida por éstos. La obra de Bernardino de Sahagún (1530-1590) tuvo una importancia crucial, pues contiene una investigación enciclopédica sobre la civilización mexica y muchos ejemplos de escritos históricos, religiosos, medicinales y poéticos, en una amplia variedad de temas y estilos. A partir de 1521, de la caída de Tenochtitlan ante las tropas tlaxcaltecas aliadas con los españoles, comenzó un enorme proceso de evangelización que requería el conocimiento de la lengua del imperio conquistado. Así, el náhuatl que había sido lingua franca del imperio azteca, extendiéndose con sus diversos dialectos por todo el centro de México y hasta América Central, siguió siendo usado ampliamente e incluso extendido después de la conquista. El franciscano Juan de Zumárraga, primer obispo de Tenochtitlan, introdujo la imprenta en Nueva España. Esto permitió la publicación de la Doctrina cristiana breve traducida en lengua mexicana, salida de la prensa en 1546, obra de fray Alonso de Molina en náhuatl.

Fray Andrés de Olmos, colaborador de Zumárraga y figura clave en la historia etnográfica y lingüística mexicana, es el primero en escribir una gramática en lengua náhuatl. Una gramática posterior, que data de 1645, ha sido empleada con frecuencia como modelo para métodos de estudio modernos. En el siglo XVI, adoptó el alfabeto latino a consecuencia de la colonización española, escribiéndose de acuerdo a las normas ortográficas del castellano del siglo XVI. Esta forma de escribir el náhuatl perdura hasta nuestros días y se conoce a veces como náhuatl clásico o simplemente náhuatl, por oposición al náhuatl moderno, cuya ortografía no ha sido regulada. Un aspecto poco estudiado del náhuatl en el período colonial es que también fue usado durante el proceso de colonización de las Filipinas, llevada por los indígenas mexicanos y algunos criollos que llegaron al archipiélago para realizar trabajos fuertes y labores administrativas, respectivamente. En particular, el tagalo presenta influencia del náhuatl en una proporción notoria de su vocabulario. Unos pocos ejemplos de esto son las siguientes palabras en tagalo: kamote (camote, camotli), sayote (chayote, hitzayotli), atswete (achiote, achiotl), sili (chile, chili), tsokolate (chocolate, xocolatl), tiyangge (tianguis, tianquiztli), sapote (zapote, tzapotl). Sin embargo, algunas otras lenguas minoritarias de Filipinas no sólo recibieron esta influencia en el plano semántico, sino también en su gramática y en muchas expresiones cotidianas, al grado que es muy notoria en fórmulas de cortesía y en oraciones católicas como el Padre Nuestro, que aparece como una mezcla de al menos tres lenguas de tres troncos lingüísticos distintos (castellano, náhuatl y la lengua nativa filipina).



En el colegio de San Gregorio, en Ciudad de México, Brasseur descubrió un manuscrito en náhuatl (al que dio el nombre de Chimalpopoca Codex), por el cual se enteró de que el inmenso cataclismo se había producido hacia el 10500 a. de C., pero no fue una sola catástrofe, tal como la describía Platón, sino una serie de cuatro como mínimo, cada una de las cuales fue resultado de un desplazamiento del eje de la Tierra. Estas ideas tan desprovistas de rigor académico difícilmente podían excusarse, ni siquiera en alguien cuyo conocimiento de la cultura de América Central era mayor que el de la mayoría de los profesores, y en sus últimos años Brasseur fue objeto de más burlas de las que le correspondían. Sin embargo, muchas de sus teorías las corroborarían más adelante los «mapas de los antiguos reyes del mar» de Hapgood, a la vez que Graham Hancock cita Nature en el sentido de que la última inversión de los polos magnéticos de la Tierra ocurrió hace 12.400 años: dicho de otro modo, hacia el 10400 a. de C. Brasseur creía que existió una antigua civilización de navegantes mucho antes de que aparecieran las primeras ciudades en el Oriente Medio y que sus marineros llevaron su cultura a todo el mundo. También creía que formaba parte de su religión el culto a Sirio, la estrella perro, lo cual se anticipaba a los sorprendentes descubrimientos que Marcel Griaule y Germaine Dieterlen hicieron entre los dogon africanos en el decenio de 1930. Entre 1864 y 1867, la historia de México tomó un giro cuando el gobierno francés, bajo Napoleón III, envió una expedición militar encabezada por el archiduque Maximiliano de Austria, hermano del emperador Francisco José, para que pusiera fin a la guerra civil reclamando el trono. Maximiliano, que era un liberal de carácter apacible, fomentó las artes, subvencionó la investigación de las pirámides de Teotihuacán y se esforzó al máximo por hacer frente a la corrupción total que formaba parte de la vida mexicana.

Traicionado por Napoleón III, que decidió retirar su ejército, Maximiliano fue capturado por el general rebelde Porfirio Díaz y fusilado. La emperatriz Carlota, su esposa, se volvió loca y no recuperó el juicio durante el resto de su larga vida, muriendo en 1927. Pero Maximiliano dejó un rico legado a los historiadores: una biblioteca de cinco mil volúmenes sobre la cultura maya que compró a un coleccionista llamado José María Andrade y que fue enviada a Europa. Entre los europeos que huyeron de México a raíz de la ejecución de Maximiliano se encontraba un joven francés llamado Desiré Charnay que había sido el primero en fotografiar las ruinas con una cámara oscura. Mientras sus ayudantes instalaban la cámara, Charnay se entretuvo pinchando el suelo con su daga y descubrió objetos de cerámica y huesos. El hallazgo despertó en él una pasión por las excavaciones que duraría toda su vida. Volvería a México en 1880, en busca de Tollan, la legendaria capital de los toltecas. Convencido de que estaba debajo del poblado indio de Tula, ochenta kilómetros y pico al norte de ciudad de México, Charnay empezó a excavar allí y no tardó en encontrar bloques de basalto de un metro ochenta y pico de longitud que supuso que eran los pies de unas estatuas enormes que sostenían algún edificio grande. Llamó a estas estatuas «atlantes», de lo cual se deduce que, al igual que tantos otros arqueólogos de América Central, creía que las civilizaciones de América del Sur tenían su origen en la Atlántida. Esto fue suficiente para que el mundo académico le mirase con profunda suspicacia. Charnay estudió seguidamente las ruinas de otra ciudad maya, Palenque, en Chiapas, descubiertas en 1773 por fray Ramón de Ordóñez, que luego había escrito un libro en el cual declaraba que la «Gran Ciudad de las Serpientes» la había fundado un hombre blanco que se llamaba Votan y había llegado de alguna parte de la otra orilla del Atlántico en el pasado remoto.



Ordóñez afirmaba haber visto un libro escrito, en idioma quiché, por Votan y quemado por el obispo de Chiapas, en 1691, en el que Votan se identificaba como ciudadano de «Valim Chivim», que Ordóñez creía que era Trípoli, en la antigua Fenicia. Bajo el calor húmedo de la Ciudad de las Serpientes, Charnay tuvo que conformarse con hacer moldes de cartón piedra de los frisos, que la vegetación ya estaba destruyendo. En la ciudad yucateca de Chichén Itzá, que los mayas habían construido después de abandonar las ciudades que edificaran en Guatemala, Charnay vio confirmada su creencia de que la civilización maya tenía las misma raíces que las de Egipto, la India e incluso China y Tailandia. Las pirámides escalonadas le recordaron Angkor Vat. Pero Charnay se inclinaba a creer que el origen de los toltecas estaba en Asia. Más adelante, en uno de los conjuntos de ruinas menos explorados de Yaxchilán,que Charnay rebautizó con el nombre de Lorillard, en hono de su patrono, quedó hondamente impresionado al contemplar un relieve en el que se veía un hombre arrodillado ante un dios y, al parecer, pasándose una larga soga por un agujero de la lengua, lo cual recordó a Charnay que los adoradores de la diosa hindú Siva también rinden homenaje a ésta pasándose una soga por la lengua perforada. Al volver a Francia, Charnay publicó un libro titulado Anciennes villes du Nouveau Monde, pero la obra no logró mejorar su reputación entre los estudiosos y Charnay se retiró a Argel y se dedicó a escribir novelas hasta que en 1915 murió a la edad de 87 años.
 
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