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El vínculo secreto entre Egipto y América Parte 3

ruftata

Hij@'e Puta
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Augustus Le Plongeon, contemporáneo de Charnay, se mostraba todavía menos preocupado por su reputación académica y el resultado es que su nombre raramente se encuentra en los libros que tratan de América Central. Augustus Le Plongeon (1825-1908) fue un fotógrafo, anticuario, arqueólogo amateur, británico. Hizo estudios de diversos yacimientos arqueológicos precolombinos, particularmente de la civilización maya en la península de Yucatán. A pesar de que sus escritos contienen numerosas nociones de carácter excéntrico rechazadas por el medio científico, Le Plongeon constituye una fuente inapreciable de material fotográfico sobre las ruinas arqueológicas y los glifos de la escritura maya, antes de que muchos de estos fueran dañados por el tiempo y los saqueadores. Gracias a esto se le considera un mayista. También debe ser visto como uno de los primeros proponentes del mayanismo (no confundir con los mayistas), por sus ideas de carácter esotérico y mesmerista. Escribió una historia en la que expuso la hipótesis de la fundación del antiguo Egipto por los mayas, pueblo que, según su decir, también habría habitado la Atlántida. Le Plongeon, quien practicó la franco masonería, estaba convencido de que las semillas de tal escuela de pensamiento habían sido sembradas por la civilización maya. Sus teorías fueron consideradas fantasiosas por sus coetáneos, también mayistas, como Désiré Charnay, Teoberto Maler y Alfred Maudslay. Nació en la isla de Jersey el 4 de mayo de 1825. Le Plongeon estudió y se graduó en la Escuela Politécnica de Francia en París. Viajó a Sudamérica teniendo 19 años y tras un naufragio, vivió en Chile. Más tarde, en 1851, estudió fotografía en Londres. Retornó al continente americano, esta vez a Perú, donde en 1862 abrió un estudio fotográfico en Lima.



Fue a partir de entonces que comenzó a utilizar la fotografía como instrumento valioso en la arqueología. Permaneció en Perú durante ocho años, durante los cuales fotografió extensamente los yacimientos arqueológicos Incas. En 1870, viajó a San Francisco (California) en donde dio cursos y conferencias en la Academia de Ciencias de California sobre arqueología y también sobre las causas de los temblores de tierra. En 1871, regresó a Inglaterra y estudió en el Museo Británico los manuscritos existentes en la época sobre Mesoamérica. La lectura de la obra de Charles Etienne Brasseur de Bourbourg le condujo a pensar que la civilización, en su conjunto, tenía sus orígenes en las regiones que el había explorado. Creyó que la cultura maya se había extendido a través del sudeste de Asia. Que viajeros de esta civilización estuvieron en la Atlántida y que de ahí habrían llegado al Medio Oriente en donde fundaron la civilización egipcia. Aunque en la época de Le Plongeon muchos estudiosos afirmaban que la civilización maya era más tardía que la egipcia, las afirmaciones del fotógrafo encontraron un cierto eco y credibilidad. En Londres, Le Plongeon se casó con Alice Dixon, con la que trabajó hasta el final de su vida. En 1873, perfeccionó su práctica de la fotografía con quien fue el padre de la fotografía moderna, William Henry Fox Talbot. Augustus le Plongeon murió en Brooklyn en 1908. Su esposa Alicia, dos años más tarde, en 1910.

Le Plongeon vivió en Yucatán de 1873 a 1885 buscando las pruebas de su hipótesis respecto de la conexión entre los mayas y los egipcios. Su esposa, Alicia, y él tomaron durante ese tiempo cientos de estereogramas, fotografías tridimensionales. Lograron así un registro muy completo de los yacimientos mayas que visitaron, entre otros Chichén Itzá y Uxmal. Se dice que hacían el revelado de sus placas fotográficas en la oscuridad de los monumentos arqueológicos mayas. En Chichén Itzá, descubrieron una estatua a la que nombraron Chac Mool y aunque el nombre que le asignaron no encuentra su raíz en la propia designación de los mayas, los arqueólogos que los han sucedido siguieron utilizando el nombre para referirse a ese tipo de esculturas mayas consistentes normalmente de un monolito esculpido en forma de cuerpo humano reclinado, con las piernas dobladas a manera de crear un asiento en la parte abdominal del cuerpo que se cree fue utilizado como piedra de sacrificios. Le Plongeon también es conocido por su tentativa de traducir el Códice Troano, una parte del Códice de Madrid. Esta traducción fue vista en su época con gran esceptisismo y actualmente reconocida por los expertos como totalmente errónea, producto solamente de la imaginación de su autor. Pretendía Plongeon, por ejemplo, que en el códice se relataba la destrucción de Mu, que él asoció a la Atlántida. En los años 1880 cuando otros mayistas habían ya aceptado que la civilización maya era posterior a la egipcia, Le Plongeon siguó insistiendo en lo contrario y fustigó a los arqueólogos de escritorio que según él, no podían científicamente contradecir su teoría, que había sido demostrada en el terreno. Pero las pruebas rápidamente se volvieron irrefutables y Le Plongeon se encontró finalmente ignorado por la comunidad científica. Los trabajos de Le Plongeon se encuentran actualmente en el Centro Getty de Los Ángeles, California.



A los cuarenta y cinco años de edad, Le Plongeon ya había sido buscador de oro en California, abogado en San Francisco y director de un hospital en Perú, donde nació su interés por las ruina antiguas. Tenía cuarenta y ocho años cuando en compañía de Alice, su joven esposa inglesa, zarpó de Nueva York con destino a Yucatán en 1873. Para entonces México se hallaba bajo el firme dominio de Porfirio Díaz, que había fomentado la corrupción que tanto consternara a su predecesor, Maximiliano. De hecho, México había retrocedido a lo tiempos de los mayas y existían en el país una clase gobernante todopoderosa y una clase campesina intimidada cuyas tierras eran confiscadas para dárselas a los ricos. A causa de ello, los indios de la regiones más lejanas, como Yucatán, se rebelaban con frecuencia y cuando Le Plongeon y su esposa fueron a Chichén Itzá por primera vez necesitaron que les protegieran los soldados. Pero Le Plongeon aprendió la lengua maya y pronto empezó a explorar la selva solo. Comprobó que los indios eran amistosos y corteses y no tardo en ser conocido por el nombre de Gran Barba Negra. Basándose en conchas de ostra encontradas en la región del lago Titicaca, junto a la frontera de Bolivia y Perú, Le Plongeon había sacado la conclusión de que en algún momento del pasado remoto el lago debía de estar al nivel del mar y, por consiguiente, algún gran cataclismo debía de haberlo levantado cuatro kilómetros y pico hasta su ubicación actual. Entre los indios de Yucatán oyó hablar otra vez de la gran catástrofe. Los indios de la selva le dijeron que conservaban una tradición ocultista.



Le Plongeon averiguó que los indios nativos de su tiempo seguían practicando la magia y la adivinación, que sus hechiceros eran capaces de rodearse de nubes e incluso de parecer que se hacían invisibles y de materializar objetos extraños y asombrosos. Le Plongeon dice que a veces el lugar donde actuaban parecía temblar como si se estuviera produciendo un terremoto, o dar vueltas y más vueltas como si se lo llevara un tornado… Le Plongeon sacó la conclusión de que debajo de la vida prosaica de los indios fluía una rica y viva corriente de sabiduría y prácticas ocultas, cuyas fuentes estaban en un pasado antiquísimo, mucho más allá del ámbito de la investigación histórica normal. Le Plongeon tenía la impresión de que de vez en cuando los indios bajaban la máscara lo suficiente para que él pudiera atisbar «un mundo de realidad espiritual, a veces de belleza indescriptible, otras veces de horror inexpresable». Le Plongeon aprendió a descifrar jeroglíficos mayas de un indio de 150 años de edad. Los eruditos pondrían en duda las interpretaciones que Le Plongeon hizo de estos jeroglíficos, pero su capacidad quedó demostrada al descubrirse una estatua enterrada siete metros y pico debajo de Chichén Itzá, en el lugar que se describía en una inscripción maya que vio en una pared. Para referirse al objeto enterrado la inscripción utilizaba la palabra chacmool (que significa «zarpa de jaguar»); resultó ser la enorme figura de un hombre apoyado en los codos, la cabeza vuelta 90 grados. Con la ayuda de sus excavadores, Le Plongeon la subió a la superficie. Pero sus esperanzas de mandarla a Filadelfia para que la expusieran al público se vieron defraudadas por las autoridades mexicanas, que se incautaron de ella antes de que saliese de la capital de la región. Ahora se reconoce que los chacmools son figuras rituales, que probablemente representan guerreros caídos que hacen de mensajeros de los dioses, y el receptáculo que a menudo se encuentra en el pecho está destinado a contener el corazón de la víctima de un sacrificio.



El fruto de los estudios de textos mayas que llevó a cabo Le Plongeon fue una serie de convicciones que en muchos aspectos se hacían eco de las de Brasseur y Charnay, aunque las de Le Plongeon iban aún más lejos. Charnay se había sentido inclinado a creer que la civilización había llegado a América del Sur desde Asia o Europa, mientras que Brasseur creía que su origen estaba en la Atlántida. Le Plongeon pensaba que había empezado en América el Sur y se había desplazado hacia el este. Citó el Ramayana, la epopeya hindú que escribió el poeta Valmiki en el siglo III a. de C., y declaró que la India había estado poblada por conquistadores navegantes en la antigüedad remota. Valmiki daba a estos conquistadores el nombre de «nagas», y Le Plongeon señaló su parecido con la palabra «naacal», los sacerdotes o «adeptos» mayas que, según la mitología maya, viajaban por el mundo enseñando sabiduría. Al igual que Brasseur, Le Plongeon citaba el mito mesopotámico según el cual la civilización fue traída al mundo por unos seres procedentes del mar que se llamaban oannes, y señaló que la palabra maya oaana significa «el que vive en el agua». De hecho, Le Plongeon dedicó mucho espacio a hablar de las similitudes entre la lengua maya y las lenguas antiguas del Oriente Medio. Tanto en lengua acadia como en lengua maya, la palabra kul se refiere al trasero y kun, a los genitales femeninos, lo cual sugiere que palabras que todavía utilizamos tienen un origen en común. Pero la aportación más controvertida de Le Plongeon fueron sus traducciones del Troano Codex, que Brasseur fue el primero en estudiar. Al igual que Brasseur, se mostró de acuerdo en que la obra contenía referencias a la catástrofe que destruyó la Atlántida. Aunque, por lo que Le Plongeon pudo determinar, parece ser que los mayas llamaban Mu a la Atlántida. El texto hablaba de terremotos terribles que duraban trece chuen (tal vez “días”) y hacían que la tierra se levantara y se hundiera varias veces antes de romperse en pedazos.



La fecha que indica el códice, «el año seis Kan, y el undécimo Mulac», significa, según tanto Brasseur como Le Plongeon, 9500 a. de C. Le Plongeon afirmaría más adelante que había descubierto en las ruina de Kabah, al sur de Uxmal, un mural que confirmaba esta fecha, y en Xochicalco, otra inscripción sobre el cataclismo. Le Plongeon tenía fama de ser hombre dado a las fantasías románticas y esta fama pareció verse confirmada por su libro Queen Moo and the Egyptian Sphinx (1896), en el cual argüía que los legendarios reina Moo y príncipe Aac de los mayas son el origen de los egipcios Isis y Osiris y que los datos del Troana Codex indican que la reina Moo tenía su origen en Egipto y volvió allí más adelante. También conjetura que el hecho de que la Atlántida se hundiera en el decimotercer chuen puede ser el origen de la moderna superstición relativa el número trece y sugiere que esto puede explicar por qué el calendario maya se basa en el citado número, lo cual es más verosímil. Las conjeturas de esta clase relegaron a un segundo término algunas observaciones más importantes que hizo Le Plongeon. Por ejemplo, que la relación de la altura con la base de las pirámides mayas representaba la Tierra, como en el caso de la Gran Pirámide de Gizeh. También arguyó que la unidad de medida de los mayas era una cuarentamillonésima parte de la circunferencia de la Tierra, sugerencia que cabría considerar absurda si no fuera por el hecho de que los egipcios también parecían conocer la longitud del ecuador.



El matrimonio Le Plongeon pasó doce años en América Central y regresó a Nueva York en 1885. Augustus Le Plongeon tenía la esperanza de que su vuelta fuese triunfal, pero lo cierto es que los últimos veintitrés años de su vida serían una decepción constante. Los eruditos le consideraban un chiflado que creía en la magia y en una cronología que a ellos les parecía absurda. Porque, en aquella época, todo el mundo creía que las primeras ciudades se construyeron alrededor del 4000 a. de C. Pasarían setenta años más antes de que se hiciera retroceder esta cifra hasta el 8000 a. de C. e incluso esta fecha era mil quinientos años posterior a la que Le Plongeon calculó para la Atlántida. Los museos no mostraban ningún interés por los artefactos mayas o siquiera por los manuscritos del mismo origen. El Metropolitan Museum aceptó los moldes de frisos mayas que sacara Le Plongeon, pero los guardó en el sótano de almacenaje. Así que Le Plongeon vivió hasta 1908 y al morir, a la edad de 82 años, todavía le consideraban un chalado. Uno de los pocos amigos que hizo durante sus años postreros era un joven inglés llamado James Churchward que, según contaba él mismo, había sido lancero bengalí en la India. Peter Tompkins afirma que era un funcionario relacionado con el servicio de espionaje británico. Al cabo de más de cuarenta años, Churchward escribió que ya había dado con los rastros de antiguas inscripciones mayas («Nacaal» ) en la India cuando un sacerdote brahmín le había enseñado, y permitido copiar, unas tablillas llenas de inscripciones mayas. Según el sacerdote, eran crónicas del continente perdido que se llamaba Mu, que no se encontraba en el Atlántico, como había supuesto Le Plongeon, sino en el Pacífico, tal como el zoólogo P. L. Sclater sugiriera en el decenio de 1850, al fijarse en el parecido entre la flora y la fauna de tantas tierras situadas entre la India y Australia. Pero el libro de Churchward “El continente perdido de Mu” no se publicaría hasta 1926 y los historiadores lo rechazaron por considerarlo una especie de engaño. Después de todo, Sclater había bautizado su continente perdido con el nombre de Lemuria, y fue después de esto cuando Le Plongeon había descubierto «Mu» en el Troano Codex.



Parece ser que Churchward escribió sus libros sobre Mu inspirado por su contacto con un amigo llamado William Niven, al que dedicó el primero de ellos. Al igual que Le Plongeon, Niven era un arqueólogo heterodoxo: un ingeniero de minas escocés que ya trabajaba en México en 1889. En Guerrero, cerca de Acapulco, exploró una región en la que había cientos de pozos de los cuales se había extraído el material para construir ciudad de México. Niven afirmaba que al excavar en los pozos, había encontrado ruinas antiguas, algunas de las cuales estaban llenas de ceniza volcánica, lo cual hacía pensar que, al igual que Pompeya, la catástrofe había sobrevenido de súbito. Basándose en su profundidad, hasta más de nueve metros bajo la superficie, Niven calculó que algunos de ellos databan de hace 50.000 años. Un taller de orfebre contenía alrededor de 200 figuras de barro cocido, duro como la piedra. También encontró murales que rivalizaban con los de Grecia o el Oriente Medio. En 1921, en un poblado que se llamaba Santiago Ahuizoctla, encontró cientos de tablillas de piedra en la que aparecían grabados curiosos símbolos y figuras, parecidos a los de origen maya, aunque los estudiosos de la cultura maya no pudieron reconocerlos. Niven mostró algunas de estas tablillas a Churchward y éste manifestó que confirmaban lo que le había dicho el sacerdote hindú. Según Niven, las inscripciones de las tablillas eran obra de sacerdotes naacales que habían sido enviados de Mu a América Central, a difundir su conocimiento secreto. Churchward afirmaría que estas tablillas revelaban que la civilización de Mu tenía unos 200.000 años de antigüedad.



Es comprensible que los libros de Churchward sobre Mu hayan sido rechazados, ya que se muestra muy vago al hablar del templo donde afirma haber visto las tablillas naacales y ofrece tan pocas pruebas de sus diversas aseveraciones. Por otra parte, si podemos tomar en serio lo que dicen Brasseur, Le Plongeon y Niven cuando hablan de inscripciones mayas que remiten a 9500 a. de C., entonces es posible que con el tiempo descubramos que lo que decía Churchward era más cierto de lo que sospechamos. Le Plongeon decepcionó mucho a la American Antiquarian Society, que durante un tiempo publicó en su revista los informes que mandaba desde México. Pero sus conjeturas sobre la Atlántida y su hábito de criticar a la Iglesia por su deshonroso historial de tortura y derramamiento de sangre finalmente resultaron demasiado para los de Nueva Inglaterra y se desentendieron de él. Resulta divertido ver que el joven que la American Antiquarian Society escogió para que fuese su representante en México había empezado su carrera publicando un artículo en Popular Science Monthly con el título de «Atlantis Not a Myth», en el cual argüía que si bien no había pruebas científicas de la existencia de la Atlántida, sin duda una tradición tan extendida tiene que basarse hasta cierto punto en hechos y que, al parecer, esta civilización perdida dejó su huella en la tierra de los mayas. Acto seguido citaba la leyenda de un pueblo de piel clara y ojos azules que lucía emblemas de serpientes en la cabeza y había llegado del Este en la antigüedad remota. Su artículo salió en 1879, tres años antes que el libro de Donnelly sobre la Atlántida. Señaló que a los líderes de los olmecas los llamaban «chanes», hombres con sabiduría de serpiente, a la vez que entre los mayas eran conocidos por el nombre de «canobs», el pueblo de la serpiente de cascabel.



Un artículo de Edward Herbert Thompson llamó la atención de algunos estudiosos y, a resultas de ello, el autor, que contaba menos de treinta años edad, se encontró convertido en cónsul norteamericano en México. Era 1885, el año en que Le Plongeon se marchó. En sus tiempos de estudiante Thompson había leído un libro de Diego de Landa, el obispo español que había empezado su carrera destruyendo miles de libros sobre los mayas y sus artefactos y que acabó colecionando y conservando cuidadosamente los restos de la cultura maya. Landa describía en su libro un pozo sagrado que había en Chichen Itzá donde arrojaban a las víctimas de los sacrificios en épocas de sequía o peste. La historia le fascinó, del mismo modo que, cuatro decenios antes, un libro ilustrado en el que aparecían las inmensas murallas de Troya había fascinado a un niño de siete años llamado Heinrich Schliemann, que al instante decidió que algún día descubriría Troya. Y eso fue exactamente lo que hizo cuarenta y cuatro años después, en 1873. La mayoría de los eruditos del decenio de 1880 habrían considerado que las descripciones que hacía Diego de Landa de las ceremonias de los sacrificios eran fruto de la imaginación del autor; al igual que Schliemann, Thompson estaba decidido a comprobar qué grado de verdad había detrás de ello. Otra crónica, ésta de don Diego de Figueroa, describía cómo arrojaban mujeres al pozo al amanecer, con instrucciones de preguntar a los dioses que moraban en sus profundidades cuándo debía su amo acometer proyectos importantes. Los amos ayunaban durante sesenta días antes de la ceremonia. Al mediodía las mujeres que no se habían ahogado eran sacadas por medio de sogas y puestas a secar delante de hogueras donde se quemaba incienso. Luego describían que habían visto muchas personas en el fondo del pozo, algunas de su propia raza, y que no les habían permitido mirarlas directamente a la cara y les asestaban golpes en la cabeza si trataban de desobedecer la orden. Pero la gente del pozo respondía a sus preguntas y les decían cuándo debían acometerse los proyectos de sus amos…



Sin perder un solo momento, Thompson se fue a Chichén Itzá para ver el siniestro pozo. Tal como esperaba, lo encontró de una fascinación morbosa. El pozo de los sacrificios o cenote era un agujero de forma ovalada, de unos 50 por 60 metros, con paredes verticales de piedra caliza que se alzaban unos 20 metros por encima de la superficie. Desde luego, tenía un aspecto bastante sombrío. El agua era verde y viscosa, casi negra, y nadie estaba seguro de cuál era su profundidad, porque sin duda alguna había una gruesa capa de barro en el fondo. Finalmente, más de un decenio después de su primera visita, Thompson logró comprar Chichén Itzá del mismo modo que Stephens había comprado Copán. En efecto, ahora era propietario del pozo. Pero para explorarlo se decidió por un método peligrosísimo: vestirse de buzo y bajar al pozo. Consciente de que todo el mundo trataría de quitarle la idea de la cabeza, empezó por ir a Boston y tomar lecciones de buceo en alta mar. Entonces estuvo en condiciones de dirigirse a la American Antiquarian Society y a su patrono, Stephen Salisbury. Como esperaba, Salisbury reaccionó con horror y le dijo que lo que pensaba hacer era un suicidio. Pero Thompson persistió y finalmente recaudó los fondos que necesitaba. Seguidamente introdujo una plomada en el pozo hasta que le pareció que tocaba fondo y, basándose en ello, calculó que el agua tenía unos 10 metros de profundidad. Pero ¿cómo saber dónde había que buscar esqueletos humanos? Resolvió el problema arrojando al pozo troncos que pesaban tanto como un cuerpo humano y tomando nota del punto en que caían.



A continuación, instaló una draga provista de un largo cable de acero en el borde de la pared y observó cómo las enormes fauces de acero se zambullían debajo de la superficie negra. Los hombres que manejaban el cabrestante hicieron que la draga bajara hacia el fondo del agua obscura y dieron vueltas a la manivela hasta que el cable quedó flojo. Entonces cerraron las fauces de acero y subieron la draga. Al salir de la superficie, el agua hervía al tiempo que subían grandes burbujas de gas. Las fauces depositaron sobre una plataforma de madera un cargamento de mantillo negro y ramas muertas. Luego volvieron a zambullirse en el agua. Estas operaciones continuaron durante varios días y el montón de fango negro fue haciéndose más grande. Un día la draga incluso sacó un árbol completo, «en tan buen estado como si una tormenta lo hubiera lanzado al pozo el día antes». Pero Thompson empezaba a sentirse preocupado. ¿Y si aquéllo era todo lo que iba a encontrar? ¿Y si Landa había dejado volar su imaginación? Ni siquiera el hallazgo de algunos fragmentos de cerámica sirvió para animarle. Después de todo, era posible que algunos chicos se hubieran divertido arrojando fragmentos lisos de cacharro al agua, para verlos resbalar sobre la superficie del pozo. Entonces, a primera hora de una mañana, bajó tambaleándose hasta el pozo, los ojos semicerrados por no haber dormido, y miró el «cubo» que formaban las fauces cerradas al salir del agua. Observó que en él había dos manchas grandes de alguna sustancia amarilla, como de mantequilla. Le hicieron pensar en las bolas de «mantequilla de pantano» que los arqueólogos encontraban en asentamientos antiguos de Suiza y Austria. Pero los antiguos mayas no tenían vacas, cabras o animales domésticos, de modo que no podía ser mantequilla. Olfateó la sustancia y luego la probó. Era resina. Y de pronto, Thompson notó que desaparecía el peso que sentía en el corazón. Arrojó un poco de resina a una hoguera y su fragancia llenó el aire. Era algún tipo de incienso sagrado y significaba que se había utilizado el pozo para fines religiosos.



A partir de aquel momento el pozo empezó a entregar sus tesoros: cerámica, vasijas sagradas, puntas de hacha y de flecha, escoplos y discos de cobre batido, deidades mayas, campanas, cuentas, colgantes y trozos de jade. Thompson había amarrado un lanchón de fondo plano debajo del saliente de la pared, junto a una «playa» estrecha en la que había lagartos y gigantescos sapos. Un día, hallándose sentado en la barca, trabajando en sus notas, hizo una pausa para meditar y clavó los ojos en el agua. Lo que vio le sobresaltó. Su mirada parecía estar descendiendo por una pared vertical con «muchas señales y huecos», tal como la describieran las mujeres a las que habían sacado del pozo. Rápidamente se dio cuenta de que era el reflejo de la pared que quedaba por encima de él. Y los trabajadores que se asomaban al precipicio también se reflejaban en el agua y daban la impresión de que había gente caminando en el fondo. Thompson también había leído que el agua del cenote a veces se volvía verde y a veces se convertía en sangre coagulada. Un período de observación reveló que estos comentarios también se basaban en la realidad. A veces las algas teñían el agua de color verde y las semillas rojas le daban aspecto de sangre. Finalmente, resultó obvio que la draga había llegado al fondo del barro y el limo, a unos 12 metros por debajo del «fondo» original, indicaba que no iban a encontrar más artefactos. Había llegado el momento de empezar a bucear. Thompson y dos buzos griegos descendieron al lanchón de fondo plano montados en el cubo de la draga y se pusieron el equipo de bucear, con sus enormes cascos de cobre. Por último, Thompson pasó las piernas por encima del borde de la embarcación y bajó por la escalera de alambre. Al llegar al extremo inferior, se soltó y sus zapatos con suela de hierro y el collar de plomo tiraron de él hacia abajo.



El agua amarilla se transformó en agua verde, luego púrpura, finalmente negra, y sintió punzadas de dolor en los oídos. Al abrir las válvulas del aire, la presión disminuyó y los dolores desaparecieron. Al cabo de unos momentos, se encontró de pie en el fondo rocoso. Le rodeaban las paredes verticales de barro que había dejado la draga, de más de cinco metros de altura, con rocas sobresaliendo de ellas. Otro buzo llegó junto a él y se estrecharon la mano. Thompson descubrió que si apoyaba su casco en el de su compañero, podían sostener conversaciones inteligibles, aunque sus voces parecían el eco de unos fantasmas que estuvieran hablando en medio de las tinieblas. Pronto decidieron abandonar las linternas y el teléfono submarino porque estas cosas no servían para nada en aquellas aguas espesas como el puré de guisantes. Moverse de un lado para otro no resultaba difícil, toda vez que eran casi ingrávidos, como los astronautas; Thompson no tardó en descubrir que si quería trasladarse a un punto situado a varios pasos de él, tenía que saltar con cuidado o iba a parar más lejos de lo que quería. Otro peligro lo ofrecían las rocas enormes que sobresalían de las paredes de barro que la draga había excavado. A veces las rocas se desprendían y caían. Pero las precedía una ola de presión que daba a los buzos tiempo suficiente para apartarse. Mientras procurasen que los tubos del aire y los tubos acústicos estuvieran alejados de las paredes, se encontrarían relativamente libres de peligro. «De haber cometido la imprudencia de apoyar la espalda en la pared, nos hubiéramos visto cortados en dos tan limpiamente como por obra de unas gigantescas podaderas».



Los nativos estaban convencidos de que en las aguas del pozo nadaban serpientes y lagartos gigantescos. Era verdad que había serpientes y lagartos… pero habían caído en el pozo y trataban desesperadamente de salir de él. De todos modos, Thompson tuvo una experiencia desagradable. Se encontraba excavando en una grieta estrecha del suelo, con un buzo griego a su lado, cuando de pronto notó el movimiento de algo que se deslizaba hacia abajo en su dirección. Al cabo de unos instantes, se encontró tendido en el suelo mientras algo le apretaba contra el fondo. Durante unos momentos recordó las leyendas que hablaban de extraños monstruos. Entonces el griego empezó a empujar el objeto y, al ayudarle, Thompson se dio cuenta de que era un árbol que se había desprendido de arriba. En otra ocasión, mientras se deleitaba contemplando una campana que acababa de encontrar en una grieta, se olvidó de abrir las válvulas para que saliera el aire. De repente, al erguirse para cambiar de posición, empezó a flotar hacia arriba como un globo. Era peligrosísimo, ya que la sangre de un buzo está cargada de burbujas de aire, igual que el champán, y a menos que se liberen con una lenta ascensión, causan un transtorno llamado «enfermedad de los buceadores» que puede provocar una muerte muy dolorosa. Thompson tuvo la presencia de ánimo suficiente para abrir rápidamente las válvulas, pero el acidente le causó daños permanentes en los tímpanos.En el fondo del cenote apareció el tesoro que Thompson tenía la esperanza de encontrar: huesos y cráneos humanos, prueba de que Landa había dicho la verdad, así como cientos de objetos rituales de oro, cobre y jade. Hasta encontraron un cráneo de viejo, probablemente un sacerdote arrastrado hacia abajo por una muchacha en el momento de ser arrojada al pozo.



Sólo el tesoro de Tutankamón superaba los descubrimientos de Thompson en Chichén Itzá. Los tesoros del pozo sagrado y la dramática historia de su recuperación hicieron famoso a Thompson. Al morir en 1935, a la edad de 75 años, había dilapidado la mayor parte de su fortuna -y así lo reconocía él mismo- en las excavaciones mayas; pero la suya había sido la clase de vida rica y apasionante con la que sueña todo colegial. Su artículo sobre la Atlántida le había llevado a una vida de aventuras, una versión de Indiana Jones en la vida real, que había inspirado originalmente la primera incursión de Graham Hancock en el campo de la detección histórica. Chichén Itzá constituye una lección importante para quienes desean encontrarle sentido al sangriento pasado de Mesoamérica. La Historia de la conquista de México, de Prescott, es una magnífica crónica de los sacrificios que hacían los aztecas. Sin embargo, las doncellas de Chichén Itzá no eran arrojadas al pozo por sacerdotes sádicos que querían apaciguar a unos dioses crueles, sino que eran arrojadas en calidad de mensajeras para que hablasen con los dioses a fin de que evitaran alguna catástrofe. Luego las sacaban del pozo. Hay que reconocer que una víctima de un sacrificio a la que han abierto las costillas con un cuchillo de silex, para poderle arrancar el corazón, no tiene ninguna esperanza de sobrevivir. Pero parece que los mayas, al igual que los antiguos egipcios y los tibetanos creían que el viaje al otro mundo es largo y peligroso y a estas víctimas del sacrificio se les ofrecía un viaje rápido y sin peligros. Los sacerdotes creían que les hacían un favor y sin duda la mayoría de ellas se preparaban para la muerte con un estado de ánimo perfectamente sereno, después de que un sacerdote de aire grave y amistoso les diera instrucciones exactas sobre lo que tenían que decirles a los dioses.



Podemos o no aceptar la idea de que un cataclismo geológico destruyó, en la misma época, la Atlántida y Mu. Pero poca duda cabe de que en el remoto pasado hubo grandes catástrofes. De hecho, el «catastrofismo» fue una teoría científica respetable a mediados del siglo XVIII. Su principal exponente fue el célebre naturalista Georges Buffon, uno de los primeros evolucionistas. El conde de Buffon explicaba la extinción de tantas especies diciendo que las habían destruido grandes catástrofes, tales como inundaciones y terremotos. Cincuenta años después, a principios del siglo XIX, el geólogo escocés James Hutton sugirió que los cambios geológicos se producen lentamente a lo largo de épocas larguísimas, pero dado que en aquel tiempo la mayoría de los científicos aceptaban la opinión del arzobispo James Ussher de que la tierra fue creada en el 4004 a. de C., opinión a la que había llegado sumando todas las fechas que se citan en la Biblia, la sugerencia de Hutton hizo pocos progresos, hasta que otro geólogo, sir Charles Lyell, presentó pruebas convincentes de la inmensa antigüedad de la tierra en sus Principios de geología (1830-1833). La ciencia, como de costumbre, se apresuró a desplazarse al extremo opuesto y declaró que el catastrofismo era una superstición primitiva. En el siglo XX, como señaló Hapgood en el capítulo titulado «Great extinctions» de su libro Earth’s Shifting Crust, esta opinión se modificó a resultas de descubrimientos como el del mamut de Beresovka en 1901, en cuyo estómago aún había flores frescas. Ignatius Donnelly había dedicado muchos capítulos a las leyendas sobre diluvios en Atlantis, y todavía más en el libro que escribió seguidamente, Ragnarok, the Age of Fire and Gravel (1883), que argüía que la glaciación del pleistoceno, que empezó hace 1,8 millones de años, fue provocada por el choque de la Tierra con un cometa. En Atlantis cita a Brasseur para demostrar que los mayas conservaban leyendas sobre la destrucción de la Atlántida.
 
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