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Globalismo contra nacionalismo: la nueva línea política.
Lo que es la próxima batalla ideológica del mundo ya es un hecho, la izquierda y la derecha tradicionales han dejado de ser las líneas sobre las cuales giraba la política en occidente, una nueva reordenación se está conformando: nacionalistas contra goblalistas. Al igual que cuando la caída del muro de Berlín y el fin del campo socialista, una nueva era parece estar a las puertas.
Tiempos de cambio, pero tiempos que, a diferencia de la caída del campo comunista, se han visto venir con gran claridad. El modelo globalista, el nuevo orden mundial parece estar teniendo fisuras por todas partes, y cada vez más y más crece el descontento ante una situación que mucha gente consideran inadmisible.
La salida del Reino Unido de la Unión Europea es un hito mayor en esta tendencia. De nuevo las encuestas se equivocaron todas, de nuevo las élites se niegan a ver el descontento creciente, sordas al rumor de tormenta, al terremoto bajo sus pies y los chalecos amarillos en Francia abundan. El proyecto burocrático, centralizado, y, profundamente contrario a las naciones, de la Unión Europea está en una posición muy parecida a la que estuvo el socialismo treinta años atrás.
Esta línea entre nacionalistas, o patriotas, y goblalistas no se define como izquierda y derecha ciertamente, sino entre los que sienten que la nación, con sus tradiciones, costumbres, homogeneidad de cultura, es la base de toda convivencia natural y los que quieren hacer desaparecer el concepto de nación y crear una masa de consumidores sin otro valor y tradición que las fuerzas del mercado. El modelo neoliberal, compañero inseparable de la globalización, está también en crisis, profunda crisis. El modelo neoliberal, no el capitalismo.
El capitalismo moderno surgió de justo lo que tratan de negar los goblalistas: un orden moral común. Adam Smith, sin duda alguna, se hubiera totalmente horrorizado de ver lo que se impone como dogma en la actualidad: el libre comercio irrestricto, el poner la economía en primer lugar de la moral, o en otras palabras, la subordinación de la vida humana a la economía.
El descontento es palpable. La alienación que las sociedades occidentales actuales provocan en sus habitantes, desconectados de lo que ha sido la norma humana desde los comienzos de su historia, está más que descrita y documentada, tanto desde la “izquierda”, como la “derecha”, y la realidad de que los trabajadores, la clase media no están mejor que hace treinta años es más y más difícil de ocultar, como el hecho obsceno que una ínfima minoría de superricos sean quienes se llevan los réditos de la globalización.
Al orden globalista las naciones estados le son incómodas, no el control de los ciudadanos, obviamente, pero sí el que existan valores ajenos al orden económico, hay que destruir pues la homogeneidad étnica y cultural de las naciones. La inmigración masiva es parte de la estrategia. El orden globalista, en occidente, tiene un correlato: lo políticamente correcto, o sea, una nueva dictadura del pensamiento con una policía del pensamiento, un experimento de ingeniera social a la altura de lo creado por el comunismo. Disolver la familia tradicional, negar la tendencia natural de los seres humanos de preferir a los suyos ante los extranjeros (cosa esta que no tiene nada de racista, o xenófoba, es algo programado a la especie), y que, contrario a lo que promueven los defensores de la nueva moral, dígase diversidad, ideología de género, feminismo desbocado y resentido y demás, no produce ninguna armonía social, ni tampoco mejores sociedades.
Realmente sólo alguien con cero conocimiento de la naturaleza humana puede decir que la masiva inmigración musulmana a Europa es algo beneficioso como la llegada masiva a Chile de Haitianos, Colombianos y Venezolanos, a no ser, algo que sospechan cada vez más y más personas, que sea deliberadamente mala fe. Justo eso: el intento de destruir a las raíces nacionales Europeas como chilenas, y especialmente, porque el odio de los llamados “progresistas” es ahí totalmente claro, a la tradición judeo-cristiana y, aunque no tan directamente, a la greco- romana.
Lo que se juega en última instancia es el destino de la civilización occidental. Más de dos mil años de historia están jugando su destino ahora. Se juega si Mozart, Beethoven, Santo Tomás, las catedrales góticas, la idea de la libertad personal, en fin, la grandeza abrumadora y única de la civilización occidental va a seguir existiendo o se si convertirá en una especie de, cuando más, pieza museable.
Y esto, para asombro de las élites, lo sienten más o menos oscuramente los europeos comunes, y también los norteamericanos donde el fenómeno Trump, y en una ligera variante Sanders, han aparecido, para asombro de las élites goblalistas y políticamente correctas, como la elección de Bolsonaro en Brasil.
Cualquiera que mire sin prejuicios ve que el neoliberalismo actual, y su curioso compañero de cama, lo políticamente correcto, o el “progresismo”, son mitos tan grandes como lo fue el comunismo. En un sentido profundo y esencial, son hermanos gemelos. Se puede decir que uno el malo, y otro el bueno. Ambos parten de una asunción ideológica, de una vocación universalista. Se abrogan la fuerza moral (el que piensa distinto es racista, homófobo, imperialista, o el resto de los epítetos usados, con una técnica parecida al comunismo, para eludir el debate, y sobre todo, los hechos), abrogan que la historia está de su parte. Verbigracia, Fukuyama con la tesis, a menudo mal interpretada cierto, del fin de la historia.
La realidad, no obstante, es terca. Intentar reducir las diferencias entre hombres y mujeres, por ejemplo, como quiere imponer la ideología de género, a cultura, es un disparate contra natura. Literalmente contra natura, va contra la naturaleza, toda la evidencia científica confirma que los cerebros de hombres y mujeres funcionan distinto. Y como todo los intentos de ir contra la naturaleza en la historia es casi seguro que fracasará, a no ser que la distopia de la ingeniería social logre imponerse en una especie de “Mundo Feliz, la novela de Aldous Huxley, que es al neoliberlaismo y la globalización como fue 1984, la novela de George Orwell, al comunismo y el nazismo.
La Unión Europea, proyecto en sus inicios de una nobleza admirable, es ahora un ejemplo puro de lo anterior. Aunque la comparación es algo exagerada, no viene del todo mal: es una especie de Unión Soviética laxa, pero igualmente empeñada en imponer una visión de las cosas, una ideología y una ingeniería social. Parece, no obstante, que no resistirá mucho, al menos en su estado actual. Afortunadamente aún queda democracia en Europa. Y la salida del Reino Unido la obligará a reformarse, o a perecer. Aunque cabe que se logre imponer a la fuerza su modelo no parece probable.
Lo más notable de esta nueva polarización entre globalistas y nacionalistas es que las élites, como siempre pasa, parecen no darse cuenta de que la situación se parece mucho a lo que Lenin llamó condiciones subjetivas y objetivas de la revolución. El divorcio entre las élites globalistas y el hombre común es quizás más grande que el divorcio entre los nobles de la Francia revolucionaria y el pueblo llano. Aquellos al menos amaban a Francia, estos no parecen tener idea de qué cosa es honor, o patria, o comunidad.
Pero ya están claras las líneas de la batalla, nacionalistas, o patriotas, contra globalistas.
¿Quién vencerá al fin? El instinto dice, al que sienta las señales de los tiempos, que tal vez estemos próximos a una nueva caída del muro de Berlín, a un reordenamiento fundamental de la visión de la globalización y sus ideologías compañeras.
Ojalá sea para bien, porque la tozudez de las élites puede llevar a reacciones peligrosas. Ya sucedió en los años 30 del siglo pasado, ahora, como entonces, parecen las élites estar igualmente ciegas, pero la civilización es algo demasiado grande, bello, y valioso para que no siga siendo capaz de mover aún a sus habitantes a salir en su defensa. Tal vez aún hay tiempo, aunque ciertamente no mucho.
Lo que es la próxima batalla ideológica del mundo ya es un hecho, la izquierda y la derecha tradicionales han dejado de ser las líneas sobre las cuales giraba la política en occidente, una nueva reordenación se está conformando: nacionalistas contra goblalistas. Al igual que cuando la caída del muro de Berlín y el fin del campo socialista, una nueva era parece estar a las puertas.
Tiempos de cambio, pero tiempos que, a diferencia de la caída del campo comunista, se han visto venir con gran claridad. El modelo globalista, el nuevo orden mundial parece estar teniendo fisuras por todas partes, y cada vez más y más crece el descontento ante una situación que mucha gente consideran inadmisible.
La salida del Reino Unido de la Unión Europea es un hito mayor en esta tendencia. De nuevo las encuestas se equivocaron todas, de nuevo las élites se niegan a ver el descontento creciente, sordas al rumor de tormenta, al terremoto bajo sus pies y los chalecos amarillos en Francia abundan. El proyecto burocrático, centralizado, y, profundamente contrario a las naciones, de la Unión Europea está en una posición muy parecida a la que estuvo el socialismo treinta años atrás.
Esta línea entre nacionalistas, o patriotas, y goblalistas no se define como izquierda y derecha ciertamente, sino entre los que sienten que la nación, con sus tradiciones, costumbres, homogeneidad de cultura, es la base de toda convivencia natural y los que quieren hacer desaparecer el concepto de nación y crear una masa de consumidores sin otro valor y tradición que las fuerzas del mercado. El modelo neoliberal, compañero inseparable de la globalización, está también en crisis, profunda crisis. El modelo neoliberal, no el capitalismo.
El capitalismo moderno surgió de justo lo que tratan de negar los goblalistas: un orden moral común. Adam Smith, sin duda alguna, se hubiera totalmente horrorizado de ver lo que se impone como dogma en la actualidad: el libre comercio irrestricto, el poner la economía en primer lugar de la moral, o en otras palabras, la subordinación de la vida humana a la economía.
El descontento es palpable. La alienación que las sociedades occidentales actuales provocan en sus habitantes, desconectados de lo que ha sido la norma humana desde los comienzos de su historia, está más que descrita y documentada, tanto desde la “izquierda”, como la “derecha”, y la realidad de que los trabajadores, la clase media no están mejor que hace treinta años es más y más difícil de ocultar, como el hecho obsceno que una ínfima minoría de superricos sean quienes se llevan los réditos de la globalización.
Al orden globalista las naciones estados le son incómodas, no el control de los ciudadanos, obviamente, pero sí el que existan valores ajenos al orden económico, hay que destruir pues la homogeneidad étnica y cultural de las naciones. La inmigración masiva es parte de la estrategia. El orden globalista, en occidente, tiene un correlato: lo políticamente correcto, o sea, una nueva dictadura del pensamiento con una policía del pensamiento, un experimento de ingeniera social a la altura de lo creado por el comunismo. Disolver la familia tradicional, negar la tendencia natural de los seres humanos de preferir a los suyos ante los extranjeros (cosa esta que no tiene nada de racista, o xenófoba, es algo programado a la especie), y que, contrario a lo que promueven los defensores de la nueva moral, dígase diversidad, ideología de género, feminismo desbocado y resentido y demás, no produce ninguna armonía social, ni tampoco mejores sociedades.
Realmente sólo alguien con cero conocimiento de la naturaleza humana puede decir que la masiva inmigración musulmana a Europa es algo beneficioso como la llegada masiva a Chile de Haitianos, Colombianos y Venezolanos, a no ser, algo que sospechan cada vez más y más personas, que sea deliberadamente mala fe. Justo eso: el intento de destruir a las raíces nacionales Europeas como chilenas, y especialmente, porque el odio de los llamados “progresistas” es ahí totalmente claro, a la tradición judeo-cristiana y, aunque no tan directamente, a la greco- romana.
Lo que se juega en última instancia es el destino de la civilización occidental. Más de dos mil años de historia están jugando su destino ahora. Se juega si Mozart, Beethoven, Santo Tomás, las catedrales góticas, la idea de la libertad personal, en fin, la grandeza abrumadora y única de la civilización occidental va a seguir existiendo o se si convertirá en una especie de, cuando más, pieza museable.
Y esto, para asombro de las élites, lo sienten más o menos oscuramente los europeos comunes, y también los norteamericanos donde el fenómeno Trump, y en una ligera variante Sanders, han aparecido, para asombro de las élites goblalistas y políticamente correctas, como la elección de Bolsonaro en Brasil.
Cualquiera que mire sin prejuicios ve que el neoliberalismo actual, y su curioso compañero de cama, lo políticamente correcto, o el “progresismo”, son mitos tan grandes como lo fue el comunismo. En un sentido profundo y esencial, son hermanos gemelos. Se puede decir que uno el malo, y otro el bueno. Ambos parten de una asunción ideológica, de una vocación universalista. Se abrogan la fuerza moral (el que piensa distinto es racista, homófobo, imperialista, o el resto de los epítetos usados, con una técnica parecida al comunismo, para eludir el debate, y sobre todo, los hechos), abrogan que la historia está de su parte. Verbigracia, Fukuyama con la tesis, a menudo mal interpretada cierto, del fin de la historia.
La realidad, no obstante, es terca. Intentar reducir las diferencias entre hombres y mujeres, por ejemplo, como quiere imponer la ideología de género, a cultura, es un disparate contra natura. Literalmente contra natura, va contra la naturaleza, toda la evidencia científica confirma que los cerebros de hombres y mujeres funcionan distinto. Y como todo los intentos de ir contra la naturaleza en la historia es casi seguro que fracasará, a no ser que la distopia de la ingeniería social logre imponerse en una especie de “Mundo Feliz, la novela de Aldous Huxley, que es al neoliberlaismo y la globalización como fue 1984, la novela de George Orwell, al comunismo y el nazismo.
La Unión Europea, proyecto en sus inicios de una nobleza admirable, es ahora un ejemplo puro de lo anterior. Aunque la comparación es algo exagerada, no viene del todo mal: es una especie de Unión Soviética laxa, pero igualmente empeñada en imponer una visión de las cosas, una ideología y una ingeniería social. Parece, no obstante, que no resistirá mucho, al menos en su estado actual. Afortunadamente aún queda democracia en Europa. Y la salida del Reino Unido la obligará a reformarse, o a perecer. Aunque cabe que se logre imponer a la fuerza su modelo no parece probable.
Lo más notable de esta nueva polarización entre globalistas y nacionalistas es que las élites, como siempre pasa, parecen no darse cuenta de que la situación se parece mucho a lo que Lenin llamó condiciones subjetivas y objetivas de la revolución. El divorcio entre las élites globalistas y el hombre común es quizás más grande que el divorcio entre los nobles de la Francia revolucionaria y el pueblo llano. Aquellos al menos amaban a Francia, estos no parecen tener idea de qué cosa es honor, o patria, o comunidad.
Pero ya están claras las líneas de la batalla, nacionalistas, o patriotas, contra globalistas.
¿Quién vencerá al fin? El instinto dice, al que sienta las señales de los tiempos, que tal vez estemos próximos a una nueva caída del muro de Berlín, a un reordenamiento fundamental de la visión de la globalización y sus ideologías compañeras.
Ojalá sea para bien, porque la tozudez de las élites puede llevar a reacciones peligrosas. Ya sucedió en los años 30 del siglo pasado, ahora, como entonces, parecen las élites estar igualmente ciegas, pero la civilización es algo demasiado grande, bello, y valioso para que no siga siendo capaz de mover aún a sus habitantes a salir en su defensa. Tal vez aún hay tiempo, aunque ciertamente no mucho.
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