Hoy quiero confesar que siento odio.
Odio a los pobres. O son delincuentes, o son un imbéciles de mierda que se quejan por todo y no hacen nada a cambio.
Odio a la clase media. Se creen la media wea al comprar un Yaris mientras se quejan por el calentamiento global. Juran de guata que se las saben todas cuando no le han pelado una papa a nadie.
Odio a los ricos. Se creen dueños de todo, hacen caridad para Instagram, y sus hijos no son capaces ni de pagarle el pasaje completo al micrero.
Odio a mis vecinos, que creen que pueden hacer lo que se les para el hoyo con sus cagás de fiestas mientras atropellan mi tranquilidad.
Odio a la izquierda. Progre, hipócrita, tóxica, y victimista como ella sola.
Odio a la derecha. Se la pasan chupándole el pico a los venecos y no hacen nada por frenar los abusos de los empresarios, sabiendo que eso va contra el espíritu de libre mercado.
Odio al sudaca; ese que se cree la gran cosa por venir de lejos; que cree poder hacer todo lo que quiera porque es un desprotegido y un ser vulnerable. Que no tiene respeto por la cultura local, y que hondea su bandera a diestra y siniestra sin que nadie le pueda decir nada.
Odio a los chilenos. Creen que tienen derecho a todo y que no deben respetar a nadie. No son capaces ni de defender a su propio pueblo pues tienen miedo de sonar discriminadores. Ya me ha pasado varias veces que encaro de frente las weas que encuentro que están mal, y en lugar de recibir apoyo recibo muecas, miradas desaprobatorias; o en el mejor de los casos, silencio.
Los odio a todos. Siento que no tengo cabida en este tipo de sociedad. Y por ello, siento unas ganas tremendas de traicionarlos a todos: de llevar a todo un pueblo a la cima y hacerlos felices; y una vez que estén en lo más alto, darles el golpe de gracia que los llevará a una caída dolorosa, de aquellas que cuesta recuperarse.
Estoy seguro que va a llegar mi hora. En un par de años más lo verán.