En gran medida porque el problema del mundo (el acceso al mercado -el actual proveedor de sentido-) y la movilidad social por el mérito, dificílmente puede lograrse por medio de una carta constitucional, sobretodo porque el hecho de que Chile, nación tercermundista y sumisa culturalmente, cambié sus leyes, no quiere decir que las supraleyes (las sin territorio, las del mercado), vayan a cambiar.
Para los que valoran la democracia y les parece el sistema más valioso que la humanidad ha conseguido; para los que valoran la civilización del hombre como una empresa que ha logrado desterrar la guerra y, aparentemente, alejar las contingencias de la vida (al punto de llamar "madre" a la naturaleza
-"tirana" le sentaría mejor-), para todos esos, un ejercicio deliberativo como un proceso constituyente evoca -con cierta melancolía- la época donde el hombre, supuestamente, se sentaba a dialogar, empleando para ello tiempo y espacio, siendo capaz de renunciar a intereses para lograr un objetivo común.
La idea ambigua de un Estado más justo, donde se distribuyan los riesgos de la vida equitativamente, donde la solidaridad fluya armónica y espontáneamente, es absolutamente contraria a la naturaleza del hombre, tanto que para intertar acercársele siquiera requiere un arsenal de normas (y presos) para lograrla.
Modificar la Constitución es un intento de la cultura para no dar por perdida la batalla de someter al hombre. Pero ojo, que el no intentarlo, supone que la cultura retrocede y entonces aparece el laissez faire libertario. Y ahí los hombres están a cara sin ningún mediador o sostenedor. Todos contra todos.
Si usted cree que es tan fuerte para eso, pues dele no solo al rechazo, sino esté en contra de cualquier injerencia del Estado y en contra del Estado mismo.