• ¿Quieres apoyar a nuestro foro haciendo una donación?, entra aquí.

Cisnes salvajes (Jung Chang)

Registrado
2020/05/24
Mensajes
2.190
Sexo
Macho
«Lirios dorados de ocho centímetros»
Concubina de un general de los
señores de la guerra (1909-1933)


A los quince años de edad, mi abuela se convirtió en concubina de un general
de los señores de la guerra quien, por entonces, era jefe de policía del
indefinido Gobierno nacional existente en China. Corría el año 1924, y el
caos imperaba en el país. Gran parte de su territorio, incluido el de
Manchuria, donde vivía mi abuela, se hallaba bajo la autoridad de los señores
de la guerra. La relación fue organizada por su padre, funcionario de policía
de la ciudad provincial de Yixian, situada en el sudoeste de Manchuria, a
unos ciento sesenta kilómetros al norte de la Gran Muralla y a cuatrocientos
kilómetros al nordeste de Pekín.

Al igual que la mayor parte de las poblaciones chinas, Yixian estaba
construida como una fortaleza. Se hallaba rodeada por una muralla de nueve
metros de altura y más de tres metros y medio de espesor que, edificada
durante la dinastía Tang (618-907 d. C), rematada por almenas y provista de
dieciséis fortificaciones construidas a intervalos regulares, era lo bastante
ancha como para desplazarse a caballo sin dificultad a lo largo de su parte
superior. En cada uno de los puntos cardinales se abría una de las cuatro
puertas de entrada a la ciudad, todas ellas dotadas de verjas exteriores de
protección. Las fortificaciones, por su parte, se hallaban circundadas por un
profundo foso.

El rasgo más llamativo de la ciudad era un alto campanario, lujosamente
decorado y construido con una oscura arenisca. Había sido edificado
originalmente en el siglo VI, coincidiendo con la introducción del budismo en
la zona. Todas las noches, se hacía sonar la campana para indicar la hora, y a
la vez era empleada como señal de alarma en caso de incendios o
inundaciones.

Yixian era una próspera ciudad de mercado. Las llanuras que la
rodeaban producían algodón, maíz, sorgo, soja, sésamo, peras, manzanas y
uvas. En las praderas y las colinas situadas al Oeste, los granjeros
apacentaban ovejas y ganado vacuno.
Mi bisabuelo, Yang Ru-Shan, había nacido en 1894, cuando China entera
se hallaba bajo el dominio de un emperador que residía en Pekín.

La familia imperial estaba integrada por los manchúes que habían conquistado China en 1644 procedentes de Manchuria, territorio en el que mantenían su base. Los
Yang eran han —chinos étnicos— y se habían aventurado al norte de la Gran
Muralla en busca de nuevas oportunidades.
Mi bisabuelo era hijo único, lo que le convertía en un personaje de
suprema importancia para su familia. Tan sólo los hijos podían perpetuar el
nombre de las familias: sin ellos, la estirpe familiar se extinguiría, lo que para
los chinos representaba la mayor traición a que uno podía someter a sus
antepasados. Fue enviado a un buen colegio, con el objetivo de que superara
con éxito los exámenes necesarios para convertirse en mandarín o
funcionario público, entonces la máxima aspiración de la mayoría de los
varones chinos.

La categoría de funcionario traía consigo poder, y el poder
representaba dinero. Sin poder o dinero, ningún chino podía sentirse a salvo
de la rapacidad de la burocracia o de imprevisibles actos de violencia. Nunca
había existido un sistema legal propiamente dicho. La justicia era arbitraria, y
la crueldad era un elemento a la vez institucionalizado y caprichoso. Un
funcionario poderoso era la ley. Tan sólo convirtiéndose en mandarín podía
el hijo de una familia ajena a la nobleza escapar a ese ciclo de miedo e
injusticia. El padre de Yang había decidido que su hijo no habría de continuar
la tradición familiar de enfurtidores (fabricantes de fieltro), y tanto él como
su familia realizaron los sacrificios necesarios para costear su educación. Las
mujeres cosían hasta altas horas de la noche para los sastres y modistos
locales. Con objeto de ahorrar, regulaban sus lámparas de aceite al mínimo
absoluto necesario, lo que les producía lesiones visuales irreversibles. Las
articulaciones de sus dedos se hinchaban a causa de las largas horas de
trabajo.

De acuerdo con la costumbre de la época, mi bisabuelo se casó muy joven
—a los catorce años de edad— con una mujer seis años mayor que él.
Entonces, entre los deberes de la esposa se incluía el de ayudar a la crianza de
su marido.

La historia de su esposa, mi bisabuela, era la típica de millones de
mujeres chinas de la época. Provenía de una familia de curtidores llamada
Wu. Al ser mujer y pertenecer a una familia en la que no existían
intelectuales ni funcionarios, no fue bautizada con nombre alguno. Dado que
era la segunda hija, era llamada simplemente «La muchacha número dos»
(Er-ya-tou). Su padre había muerto cuando todavía era una niña, y pasó a ser
educada por un tío. Un día, cuando sólo contaba seis años de edad, el tío
estaba cenando con un amigo cuya mujer se encontraba embarazada. A lo
largo de la cena, los dos hombres acordaron que si la criatura era un niño se
casaría con la sobrina de seis años. Los dos jóvenes nunca llegaron a
conocerse antes de la boda. De hecho, el enamoramiento era considerado algo
casi vergonzoso, cual una desgracia familiar. No porque se tratara de un tabú
—después de todo, existía en China una venerable tradición de amores
románticos— sino porque los jóvenes no debían exponerse a situaciones en
las que semejante cosa pudiera ocurrir, debido en parte a que cualquier
encuentro entre ellos resultaba inmoral, y en parte a que el matrimonio se
contemplaba fundamentalmente como un deber, como una alianza entre dos
familias. Con suerte, uno llegaba a enamorarse después del matrimonio.
Tras catorce años de vida sumamente recogida, mi bisabuelo era poco
más que un muchacho cuando llegó al matrimonio. La primera noche rehusó
entrar en la cámara nupcial. Por el contrario, se acostó en el dormitorio de su
madre y hubo que esperar a que se durmiera para llevarle al lecho de su
esposa. Sin embargo, aunque era un niño mimado y aún necesitaba ayuda
para vestirse, ésta afirmó que sabía bien cómo «plantar niños». Mi abuela
nació un año después de la boda, en el quinto día de la quinta luna, a
comienzos del verano de 1909. Su situación era mejor que la de su madre, ya
que al menos obtuvo un nombre: Yu-fang. Yu —que significa «jade»— era su
nombre de generación, compartido con el resto de los miembros de la misma,
mientras que fang significa «flores fragantes».
El mundo en el que nació era absolutamente impredecible. El imperio
manchú que había gobernado China durante más de doscientos sesenta años
se tambaleaba. En 1894-1895, Japón atacó a China en Manchuria, y el país
sufrió devastadoras derrotas y pérdidas de territorio. En 1900, la rebelión
nacionalista de los bóxers fue sometida por ocho ejércitos extranjeros, de los
que luego quedaron algunos contingentes en Manchuria y a lo largo de la
Gran Muralla. Posteriormente, en 1904-1905, Japón y Rusia libraron una
cruenta guerra en las llanuras de Manchuria. La victoria de Japón convirtió a
este país en la fuerza externa dominante en Manchuria. En 1911, el
emperador chino Pu Yi, de cinco años de edad, fue derrocado y se proclamó
una república encabezada por la carismática figura de Sun Yat-sen.
El nuevo gobierno republicano no tardó en caer, y el país se descompuso
en feudos. Manchuria quedó especialmente independizada de la república,
dado que de ella había procedido la dinastía Manchú. Las potencias
extranjeras —en especial Japón— intensificaron sus intentos por afianzarse
en la zona. Las viejas instituciones se derrumbaron por efecto de tantas
presiones, y ello tuvo como resultado un vacío de poder, moralidad y
autoridad. Muchas personas intentaron ascender a posiciones elevadas
sobornando a los potentados locales con espléndidos presentes de oro, plata y
joyas. Mi bisabuelo no era lo bastante rico como para acceder a una posición
lucrativa en la gran ciudad, y a los treinta años de edad no había pasado de
ser funcionario de la comisaría de policía de su Yixian natal, entonces un
lugar remoto y atrasado. Sin embargo, alimentaba sus propios planes, y
contaba con un valioso activo: su hija.
Mi abuela era una belleza. Poseía un rostro ovalado de mejillas rosadas y
piel brillante. Sus cabellos, largos, negros y relucientes, solían ir peinados en
una espesa trenza que le llegaba a la cintura. Sabía ser recatada cuando la
ocasión lo requería —esto es, la mayor parte del tiempo—, pero bajo su
exterior discreto estallaba de energía contenida. Era menuda, de un metro
sesenta de estatura aproximadamente; su figura era esbelta, y sus hombros
suaves, lo que se consideraba un ideal de belleza.
Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino se
denominan «lirios dorados de ocho centímetros» (san-tsun-gin-lian). Ello
quería decir que caminaba «como un tierno sauce joven agitado por la brisa
de primavera», cual solían decir los especialistas chinos en belleza femenina.
Se suponía que la imagen de una mujer tambaleándose sobre sus pies
vendados ejercía un efecto erótico sobre los hombres, debido en parte a que
su vulnerabilidad producía un deseo de protección en el observador.
Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de
edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por atar
en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de longitud,
doblándole todos los dedos —a excepción del más grueso— bajo la planta. A
continuación, depositó sobre ellos una piedra de grandes dimensiones para
aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de dolor, suplicándole que se
detuviera, a lo que su madre respondió embutiéndole un trozo de tela en la
boca. Tras ello, mi abuela se desmayó varias veces a causa del dolor.
El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies
tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que
intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados. Durante
años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable. Cuando
rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía en sollozos y le
explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida entera y que lo hacía
por su propia felicidad.
En aquellos días, cuando una muchacha contraía matrimonio, lo primero
que hacía la familia del novio era examinar sus pies. Unos pies grandes y
normales eran considerados motivo de vergüenza para la familia del esposo.
La suegra alzaba el borde de la falda de la novia, y si los pies medían más de
diez centímetros aproximadamente, lo dejaba caer con un brusco gesto de
desprecio y partía, dejando a la novia expuesta a la mirada de censura de los
invitados, quienes posaban la mirada en sus pies y murmuraban insultantes
frases de desdén. En ocasiones, alguna madre se apiadaba de su hija y
retiraba las vendas; sin embargo, cuando la muchacha crecía y se veía
obligada a soportar el desprecio de la familia de su esposo y la desaprobación
de la sociedad, solía reprochar a su madre el haber sido demasiado débil.
La práctica del vendaje de los pies fue introducida originariamente hace
unos mil años (según se dice, por una concubina del emperador). No sólo se
consideraba erótica la imagen de las mujeres cojeando sobre sus diminutos
pies sino que los hombres se excitaban jugando con los mismos,
permanentemente calzados con zapatos de seda bordada. Las mujeres no
podían quitarse la venda ni siquiera cuando ya eran adultas, pues en tal caso
sus pies no tardaban en crecer de nuevo. Los vendajes sólo podían retirarse
temporalmente durante la noche, en la cama, para ser sustituidos por zapatos
de suela blanda. Los hombres rara vez veían desnudos unos pies vendados,
pues solían aparecer cubiertos de carne descompuesta y despedían una fuerte
pestilencia. De niña, recuerdo a mi abuela constantemente dolorida. Cuando
regresábamos a casa después de hacer la compra, lo primero que hacía era
sumergir los pies en una palangana de agua caliente al tiempo que exhalaba
un suspiro de alivio. A continuación, procedía a recortarse trozos de piel
muerta. El dolor no sólo era causado por la rotura de los huesos, sino también
por las uñas al incrustarse en la planta del pie.
De hecho, el vendaje de los pies de mi abuela tuvo lugar en la época en
que dicha costumbre desapareció para siempre. Cuando nació su hermana, en
1917, la práctica había sido prácticamente abandonada, por lo que ésta pudo
escapar al tormento.
No obstante, durante la adolescencia de mi abuela, la actitud imperante en
pequeñas poblaciones como Yixian continuaba favoreciendo la idea de que
unos pies vendados eran fundamentales para lograr un buen matrimonio. Pero
ello no era más que el comienzo. Los planes de su padre consistían en
educarla ya como una perfecta dama, ya como una cortesana de lujo.
Despreciando la tradición de la época —según la cual el analfabetismo era
una muestra de virtud en las mujeres de clase inferior— la envió a un colegio
femenino que había sido creado en el pueblo en el año 1905. Asimismo, hubo
de aprender a jugar al ajedrez chino, al mah-jongg y al go. Estudió dibujo y
bordado. Su diseño favorito era el de los patos mandarines (que simbolizaban
el amor debido a que siempre nadaban en parejas), y solía bordarlos en los
diminutos zapatos que ella misma se fabricaba. Para rematar su lista de
habilidades, se contrató a un tutor que la enseñó a tocar el qin, un instrumento
musical similar a la cítara.
Mi abuela estaba considerada como la belleza de la ciudad. Sus habitantes
afirmaban que destacaba «como una grulla entre las gallinas». En 1924,
cumplió quince años y su padre comenzó a inquietarse, temiendo que
estuviera comenzando a agotarse el plazo para capitalizar su única riqueza
real y, con él, su única oportunidad de disfrutar de una vida regalada. Aquel
mismo año, acudió a visitarles el general Xue Zhi-heng, inspector general de
la policía metropolitana del Gobierno militar de Pekín.
Xue Zhi-heng había nacido en 1876 en el condado de Lulong, situado a
unos ciento sesenta kilómetros al este de Pekín y justamente al sur de la Gran
Muralla, allí donde las vastas llanuras del norte de China se funden con las
montañas. Era el mayor de cuatro hermanos, hijos de un maestro rural.
Era guapo y poseía una fuerte personalidad que impresionaba a cuantos le
conocían. Los numerosos ciegos adivinadores del futuro que habían palpado
su rostro habían predicho que alcanzaría una posición elevada. Era un hábil
calígrafo, habilidad sumamente estimada por entonces, y en 1908 un militar
llamado Wang Huai-qing que se hallaba de visita en Lulong advirtió la
hermosa caligrafía sobre una placa que colgaba de la verja del templo mayor
y pidió que le presentaran al nombre que la había realizado. Al general le
agradó Xue, quien entonces contaba treinta y dos años de edad, y le ofreció
convertirse en su edecán.
Gracias a su considerable eficacia, Xue no tardó en ser ascendido a oficial
de intendencia. Ello implicaba frecuentes viajes, en los que comenzó a
adquirir sus propios comercios de alimentación en la zona de Lulong y en los
territorios situados al otro lado de la Gran Muralla, en Manchuria. Su rápida
ascensión se vio estimulada al prestar ayuda al general Wang para sofocar un
alzamiento en la Mongolia interior. Al cabo de poco tiempo, había amasado
una fortuna con la que se diseñó y construyó una mansión de ochenta y una
habitaciones en Lulong.
Durante la década posterior a la caída del imperio, la mayor parte del país
no se hallaba sometida a la autoridad de gobierno alguno. En breve, diversos
militares poderosos comenzaron a luchar por el control del Gobierno central
de Pekín. La facción de Xue, encabezada por un jefe militar llamado Wu Pei-
fu, dominó el Gobierno nominal de Pekín a comienzos de la década de los
veinte. En 1922, Xue se convirtió en inspector general de la Policía
Metropolitana y en uno de los dos jefes del Departamento de Obras Públicas
de Pekín. Dominaba veinte regiones situadas a ambos lados de la Gran
Muralla, y tenía bajo su mando a más de diez mil policías de caballería e
infantería. Su posición en la policía le proporcionaba poder, mientras que su
cargo en Obras Públicas aumentaba su influencia política.
Las alianzas eran poco sólidas. En mayo de 1923, la facción del general
Xue decidió desembarazarse del presidente que había llevado al poder tan
sólo un año antes, Li Yuan-hong. En unión con un general llamado Feng Yu-
xiang (jefe militar cristiano convertido en personaje legendario por haber
bautizado a sus tropas en masa con una manguera), Xue movilizó a sus diez
mil hombres y rodeó los principales edificios gubernamentales de Pekín,
solicitando las pagas atrasadas que el gobierno en quiebra debía a sus
hombres. Su objetivo real era el de humillar al presidente Li y obligarle a
dimitir. Li rehusó hacerlo, por lo que Xue ordenó a sus hombres cortar el
suministro de agua y electricidad del palacio presidencial. Al cabo de unos
pocos días, las condiciones en el interior del edificio se volvieron
insostenibles, y en la noche del 13 de junio el presidente Li abandonó su
maloliente residencia y huyó de la capital en dirección a la ciudad portuaria
de Tianjin, situada a cien kilómetros al Sudeste.
En China, la autoridad de un cargo se basaba no sólo en quien lo ejercía
sino en los sellos oficiales. Aunque estuviera firmado por el propio
presidente, ningún documento era válido si no mostraba su sello. Sabiendo
que nadie podría acceder a la presidencia sin ellos, el presidente Li dejó los
sellos en poder de una de sus concubinas, convaleciente en un hospital de
Pekín dirigido por misioneros franceses.
Ya en las cercanías de Tianjin, el tren del presidente Li fue detenido por
policías armados, los cuales le exigieron la entrega de los sellos. Al principio,
se negó a revelar dónde los había ocultado, pero al cabo de unas cuantas
horas terminó por ceder. A las tres de la mañana, el general Xue acudió al
hospital francés con la intención de arrebatárselos a la concubina. Al
principio, la mujer se negó a mirar siquiera al hombre que esperaba junto a su
cama: «¿Cómo puedo entregar los sellos del presidente a un simple policía?»,
dijo con altivez. Pero el general Xue, resplandeciente en su uniforme nuevo,
mostraba un aspecto tan intimidante que no tardó en depositarlos en sus
manos.
A lo largo de los cuatro meses que siguieron, Xue se sirvió de su policía
para asegurarse de que Tsao Kun, el hombre que su facción deseaba elevar a
la presidencia, ganara lo que se anunciaba como una de las primeras
elecciones celebradas en China. Hubo que sobornar a los ochocientos cuatro
miembros del Parlamento. Xue y el general Feng emplazaron a sus guardias
en el edificio del Parlamento e hicieron saber que habría una generosa
recompensa para todos aquellos que votaran como era debido, lo que hizo
retornar a numerosos diputados de sus provincias. Cuando ya se hallaba todo
preparado para la elección, había en Pekín quinientos cincuenta y cinco
miembros del Parlamento. Cuatro días antes, y tras intensas negociaciones,
les fueron entregados a cada uno cinco mil yuanes de plata, una suma
entonces considerable. El 5 de octubre de 1923, Tsao Kun fue elegido
presidente de China con cuatrocientos ochenta votos a favor. Xue fue
recompensado con su ascenso a general. También fueron ascendidas
diecisiete «consejeras especiales», todas ellas favoritas o concubinas de los
diversos generales y jefes militares. Este episodio ha pasado a formar parte de
la historia china como notorio ejemplo del modo en que unas elecciones
pueden ser manipuladas, y la gente aún lo cita para argumentar que la
democracia nunca funcionará en China.
A comienzos del verano del año siguiente, el general Xue visitó Yixian,
población que, si bien no era de gran tamaño, sí resultaba importante desde el
punto de vista estratégico. Fue más o menos en aquella zona donde el poder
del Gobierno de Pekín comenzó a agotarse. Más allá, el poder recaía en
manos del gran jefe militar del Nordeste, Chang Tso-lin, conocido como el
Viejo Mariscal. Oficialmente, el general Xue se hallaba realizando un viaje
de inspección, pero también tenía intereses personales en la zona. En Yixian
poseía los principales almacenes de grano y las mayores tiendas, incluyendo
una casa de empeños que hacía las veces de banco y emitía una moneda
propia que circulaba en la población y sus alrededores.
Para mi bisabuelo, aquello representaba una ocasión única en la vida:
nunca tendría otra de aproximarse tanto a un personaje realmente importante.
Se las ingenió para encargarse personalmente de la escolta del general Xue y
reveló a su esposa que planeaba casarle con su hija. No le pidió su
beneplácito, sino que sencillamente se lo comunicó. Independientemente del
hecho de que se tratara de un procedimiento habitual durante la época,
sucedía también que mi bisabuelo despreciaba a su esposa.
Mi bisabuela lloró, pero no dijo nada. Su esposo le comunicó que no
debía decir absolutamente nada a su hija. Ni siquiera se mencionó la
posibilidad de consultar con ella. El matrimonio era una transacción, y no una
cuestión de sentimientos. La muchacha sería informada cuando se organizara
la boda.
Mi bisabuelo sabía que debía dirigirse al general Xue de un modo
indirecto. Una oferta explícita de la mano de su hija reduciría su valor, y
existía también la posibilidad de que fuera rechazada. Había que proporcionar
al general Xue la ocasión de admirar lo que le estaba siendo ofrecido. En
aquellos tiempos, una mujer respetable no podía ser presentada a un extraño,
por lo que Yang tuvo que ingeniárselas para lograr que el general Xue viera a
su hija. El encuentro tenía que parecer accidental.
En Yixian existía un espléndido templo budista de novecientos años de
antigüedad. Construido con maderas nobles, alcanzaba una altura aproximada
de unos treinta metros. Se hallaba situado en un elegante recinto en el que se
alineaban hileras de cipreses que cubrían un área de más de un kilómetro
cuadrado de extensión. En su interior había una estatua de Buda de nueve
metros de altura pintada de vivos colores, y el interior del templo se hallaba
cubierto de delicados murales en los que se describían escenas de su vida. Un
lugar obvio al que Yang podía llevar a un importante personaje que se
encontrara de visita. Por otra parte, los templos eran uno de los pocos lugares
a los que las mujeres de buena familia podían acudir solas.
Mi abuela recibió la orden de acudir al templo en un día determinado.
Para demostrar su reverencia por Buda, tomó baños perfumados y pasó largas
horas meditando frente a un pequeño santuario aromatizado con incienso. La
oración en el templo exigía un estado de máximo sosiego y la ausencia de
cualquier emoción perturbadora. Acompañada por una sirvienta, partió en
una carreta alquilada tirada por un caballo. Vestía una chaqueta de color azul
huevo de pato con los bordes adornados por un bordado de hilo de oro que
destacaba la sencillez de sus líneas y una hilera de botones de mariposa que
recorría el costado derecho. Completaba su atavío una falda plisada de color
rosado adornada con flores bordadas. Sus largos y oscuros cabellos habían
sido peinados en una trenza, de cuya parte superior asomaba una peonía
fabricada en seda verdinegra, la variedad menos frecuente. No llevaba
maquillaje, pero sí iba ricamente perfumada, tal y como se consideraba
apropiado para las visitas a los templos. Una vez en su interior, se arrodilló
ante la gigantesca estatua del Buda. Tras realizar varios kowtow ante la
imagen de madera, permaneció de rodillas frente a ella con las manos unidas
en oración.
Mientras rezaba, llegó su padre acompañado por el general Xue. Los dos
hombres contemplaron la escena desde la oscuridad de la nave. Mi bisabuelo
había trazado su plan acertadamente. La posición en la que se hallaba
arrodillada mi abuela revelaba no sólo sus calzones de seda, rematados en oro
al igual que la chaqueta, sino también sus diminutos pies, calzados por
zapatos de satén bordado.
Cuando concluyó su oración, mi abuela realizó tres kowtow más frente al
Buda. Al ponerse en pie, perdió ligeramente el equilibrio, lo que no era difícil
con los pies vendados, y extendió la mano para apoyarse en su doncella. El
general Xue y su padre acababan de iniciar su avance. Mi abuela se ruborizó
e inclinó la cabeza. A continuación, dio media vuelta y se dispuso a partir, lo
que constituía la actitud adecuada. Su padre avanzó un paso y la presentó al
general. Ella realizó una pequeña reverencia sin alzar el rostro en ningún
momento.

Xue_Zhiheng.jpg

(General xue)
Post automatically merged:

Tal y como correspondía a un hombre de su posición, el general apenas
comentó brevemente el encuentro con Yang, quien al fin y al cabo no era sino
un subordinado de poca monta, pero mi bisabuelo pudo adivinar que se
encontraba fascinado. El siguiente paso consistía en organizar un encuentro
más directo. Un par de días después, Yang, corriendo el riesgo de arruinarse,
alquiló el mejor teatro de la ciudad y contrató la representación de una ópera
local, al tiempo que solicitaba la presencia del general Xue como invitado de
honor. Al igual que la mayor parte de los teatros chinos, éste se hallaba
construido alrededor de un espacio rectangular abierto al cielo y provisto de
estructuras de madera en tres de sus costados; el cuarto constituía el
escenario, el cual aparecía completamente desnudo y desprovisto tanto de
telones como de decorados. La zona destinada al público se parecía más a un
café que a un teatro occidental. Los hombres se sentaban en torno a varias
mesas dispuestas en el patio central, comiendo, bebiendo y hablando en voz
alta a lo largo de la representación. A un lado, algo más arriba, se hallaba el
«círculo de los vestidos», donde las damas aparecían recatadamente sentadas
ante mesas más pequeñas. Tras ellas esperaban sus doncellas. Mi bisabuelo lo
había organizado todo de manera que su hija estuviera en un lugar en el que
el general Xue pudiera verla con facilidad.
Esta vez, su atuendo era mucho más complicado que el día de la visita al
templo. Llevaba un vestido de satén ricamente bordado y los cabellos
adornados con joyas. Asimismo, podía dar rienda suelta a su vivacidad y
energía naturales riendo y charlando con sus amigas. El general Xue apenas
dirigió una mirada al escenario.
Después de la representación, se celebró un juego tradicional chino
llamado adivinanzas de farol. Se llevaba a cabo en dos estancias separadas,
una para los hombres y otra para las mujeres. En cada sala había docenas de
farolillos de papel cuidadosamente elaborados, sobre los que se habían
adherido una serie de adivinanzas escritas en verso. La persona que adivinaba
el mayor número de respuestas obtenía un premio. Ni que decir tiene que el
ganador masculino fue el general Xue. Entre las mujeres, el premio recayó en
mi abuela.
Con ello, Yang había proporcionado al general Xue la ocasión de admirar
la belleza y la inteligencia de su hija. La cualidad final era su talento artístico.
Dos noches después, invitó al general a cenar a su casa. Era una noche clara y
templada, y había luna llena: una atmósfera perfecta para escuchar el qin.
Después de cenar, los hombres se sentaron en el mirador, y mi abuela recibió
la orden de interpretar música en el patio. Su actuación encantó al general
Xue, sentado bajo un emparrado en el que flotaba el aroma de las jeringuillas.
Más tarde, el general habría de revelar a mi abuela que con aquella
representación a la luz de la luna le había arrebatado el corazón. Cuando
nació mi madre, la bautizó con el nombre de Bao Qin, que significa «Preciosa
cítara».
Antes de que concluyera la velada ya había pedido su mano; no
directamente a ella, claro está, sino a su padre. No realizó una propuesta de
matrimonio, sino que sugirió que mi abuela se convirtiera en su concubina.
Pero era todo lo que había esperado Yang. Para entonces, la familia Xue
habría ya dispuesto para el general un matrimonio basado en consideraciones
de tipo social. En cualquier caso, los Yang eran demasiado humildes para
dotarle de una esposa. Sin embargo, se esperaba que un hombre como el
general Xue dispusiera de concubinas. Eran ellas, y no las esposas, quienes se
hallaban destinadas al placer. Las concubinas podían llegar a adquirir un
poder considerable, pero su categoría social era muy distinta de la de una
esposa. Una concubina era una suerte de querida oficial que el hombre
adquiría y abandonaba a voluntad.
La primera noticia que tuvo mi abuela acerca del destino que se le
avecinaba fue cuando su madre se lo comunicó, pocos días antes del
acontecimiento. Mi abuela inclinó la cabeza y lloró. Detestaba la idea de ser
una concubina, pero su padre ya había tomado la decisión, y a nadie se le
hubiera ocurrido enfrentarse a sus progenitores. Discutir una decisión paterna
se consideraba «antifilial», y el comportamiento antifilial equivalía a una
traición. Incluso si rehusaba someterse a los deseos de su padre, nadie la
tomaría en serio. Su acción se interpretaría como una indicación de que
quería permanecer con ellos. El único modo de negarse de un modo verosímil
habría consistido en suicidarse, por lo que mi abuela se mordió los labios y
no dijo nada. De hecho, no había nada que pudiera decir. Incluso decir que sí
se hubiera considerado impropio de una dama, pues hubiera implicado que
ansiaba separarse de sus padres.
Al advertir cuan desdichada se sentía, su madre le aseguró que se trataba
de la mejor unión posible. Su esposo le había hablado del poder del general
Xue: «En Pekín dicen, “Cuando el general Xue da una patada en el suelo,
tiembla toda la ciudad”». Lo cierto es que mi abuela se había sentido
considerablemente impresionada por el porte apuesto y marcial del general, a
la vez que se sentía adulada por las palabras de admiración que había
pronunciado ante su padre acerca de ella, palabras que ahora eran repasadas y
embellecidas. Ninguno de los hombres de Yixian poseía el empaque del
general, y a sus quince años de edad ignoraba lo que significaba realmente
ser una concubina y confiaba en que podría conquistar el amor del general
Xue y llevar una vida feliz.
El general Xue había dicho que podía quedarse en Yixian, en una casa
que compraría especialmente para ella. Ello significaba que podría conservar
la proximidad con su familia y, más importante aún, que no tendría que vivir
en la residencia del general, donde habría tenido que someterse a la autoridad
de su esposa y del resto de las concubinas, todas las cuales habrían tenido
derechos de antigüedad sobre ella. En la residencia de un potentado como el
general Xue, las mujeres eran prácticamente unas prisioneras viviendo en un
estado de murmuración y calumnia permanentes provocado en gran parte por
la inseguridad. La única seguridad de que gozaban era el favor de su esposo.
La oferta del general Xue de comprarle una casa significaba mucho para mi
abuela, al igual que su promesa de solemnizar la unión con una ceremonia
nupcial completa. Ello suponía que ella y su familia adquirirían una
importancia considerable. Asimismo, existía una consideración final
sumamente importante para ella: ahora que su padre se hallaba satisfecho,
confiaba en que mejorara el trato que daba a su madre.
Post automatically merged:

La señora Yang sufría epilepsia, lo que la convertía en despreciable a los
ojos de su marido. A pesar de mostrarse siempre humilde, él la trataba como
si fuera una basura, sin mostrar inquietud alguna por su salud. Durante años,
le reprochó no haberle dado un hijo. Mi bisabuela sufrió una larga serie de
abortos tras el nacimiento de mi abuela, hasta que, en 1917, nació una nueva
criatura. Una vez más, era una niña.
Mi bisabuelo se mostraba obsesionado por la idea de tener el dinero
suficiente como para disponer de concubinas. La «boda» le permitió ver
cumplido este deseo, pues el general Xue obsequió a la familia con
espléndidos presentes nupciales de los que fue él el principal beneficiario.
Los regalos eran realmente magníficos, tal y como correspondía a la categoría
del general.
El día de la boda, llevaron a casa de los Yang una silla de mano tapizada
con un grueso tejido de seda bordada con brillantes colores. Junto a ella,
acudió una procesión en la que se portaban letreros, estandartes y farolillos de
seda decorados con doradas imágenes del fénix, el símbolo más grandioso
para una mujer. De acuerdo con la tradición, la ceremonia nupcial tuvo lugar
al atardecer, entre una multitud de faroles rojos que alumbraban el
crepúsculo. Había una orquesta de tambores, címbalos y penetrantes
instrumentos de viento que interpretaron alegres melodías. El ruido se
consideraba parte esencial de una buena boda, ya que el silencio habría
sugerido que el acontecimiento tenía algo de vergonzoso. Mi abuela apareció
espléndidamente ataviada de brillantes bordados, con un velo de seda roja
cubriendo su cabeza y su rostro. Ocho hombres la transportaron hasta su
nueva casa en la silla de mano. En el interior de ésta hacía un calor sofocante
y, discretamente, retiró la cortinilla unos pocos centímetros. Atisbando bajo
el velo, se alegró de ver la gente que contemplaba la procesión desde la calle.
Aquello era muy distinto a lo que hubiera podido esperar una simple
concubina: apenas una pequeña silla de mano tapizada con algodón simple de
un soso color índigo y transportada por dos o, cuando más, cuatro personas,
todo ello sin procesiones ni música. La comitiva recorrió toda la población,
visitando sus cuatro entradas, tal y como exigía el ritual completo, y
exhibiendo los lujosos regalos en carretas y en grandes cestos de mimbre
transportados a su paso. Una vez hubo sido exhibida por toda la ciudad, llegó
por fin a su nuevo hogar, una residencia grande y elegante. Al verla, se sintió
satisfecha. La pompa y la ceremonia le hacían sentir que había ganado
prestigio y estima. Ninguno de los habitantes de Yixian recordaba haber visto
un acontecimiento semejante.
Cuando llegó a la casa, descubrió que allí la esperaba el general Xue,
ataviado con su uniforme completo y rodeado por los dignatarios locales. El
salón, estancia central de la casa, aparecía iluminado por velas rojas y
brillantes lámparas de gas, y en él tuvo lugar la ceremonia del kowtow frente
a las imágenes del Cielo y la Tierra. A continuación, todos se saludaron
mutuamente por medio del kowtow y mi abuela, de acuerdo con la
costumbre, penetró sola en la cámara nupcial mientras el general Xue partía a
celebrar un espléndido banquete con los hombres.
El general Xue no abandonó la casa en tres días. Mi abuela se sentía feliz.
Creía amarle, y él no dejaba de mostrar hacia ella una especie de áspero
afecto. Sin embargo, rara vez hablaba con ella acerca de cuestiones serias, tal
y como recomendaba el dicho tradicional: «Las mujeres poseen cabello largo
e inteligencia corta». En China, el hombre debía mantener una actitud
discreta y distante incluso con su familia. Así pues, mi abuela guardó silencio
y se limitó a aplicarle masaje en los dedos de los pies antes de levantarse por
la mañana y a tocar el qin para él al llegar el atardecer. Al cabo de una
semana, el general le comunicó que tenía que partir. No le dijo adonde iba y
ella sabía muy bien que no convenía preguntar. Su deber era esperarle hasta
que regresara. Hubo de esperar seis años.
En septiembre de 1924 se desataron las luchas entre las dos principales
facciones militares del norte de China. El general Xue fue ascendido a
comandante en jefe de la guarnición de Pekín, pero al cabo de unas pocas
semanas su viejo aliado cristiano —el general Feng— se pasó al bando
contrario. El 3 de noviembre, fue obligado a dimitir Tsao Kun, a quien el
general Xue y el general Feng habían ayudado a convertirse en presidente el
año anterior. Aquel mismo día, la guarnición de Pekín fue disuelta y, dos días
después, ocurrió lo propio con la policía. El general Xue se vio obligado a
huir de la capital precipitadamente. Se retiró a una casa que poseía en Tianjin,
en la concesión francesa, donde se gozaba de inmunidad extraterritorial. Se
trataba del mismo lugar al que el presidente Li había huido un año antes,
cuando Xue le expulsó del palacio presidencial.
Entretanto, mi abuela se vio atrapada por las continuas luchas. El control
del Nordeste constituía un elemento vital en la lucha de todos los ejércitos, y
las poblaciones situadas a lo largo de la vía del ferrocarril representaban
objetivos particularmente importantes, en especial si —como era el caso de
Yixian— se trataba de estaciones de empalme. Poco después de la partida del
general Xue, la lucha llegó hasta las mismas murallas de la ciudad, junto a las
que se desarrollaron feroces combates. Imperaban los saqueos. Una compañía
italiana de armamento había anunciado a los empobrecidos jefes militares que
aceptarían «pueblos saqueables» como garantía de sus suministros. Las
violaciones eran igualmente frecuentes. Al igual que muchas otras mujeres,
mi abuela hubo de ennegrecerse el rostro con hollín para adquirir un aspecto
sucio y desagradable. Aquella vez, Yixian salió de la situación prácticamente
intacta. La lucha terminó por desplazarse hacia el Sur y la situación volvió a
la normalidad.
Para mi abuela, la «normalidad» equivalía a tener que encontrar métodos
para matar el tiempo en su amplia residencia. La casa había sido construida al
típico estilo chino, en torno a tres lados de un cuadrado. El costado sur del
patio era un muro de dos metros de altura dotado de una verja que se abría
hacia otro patio, guardado a su vez por una doble puerta con una aldaba
redonda de latón.
Post automatically merged:

Aquellas casas se hallaban diseñadas para soportar los extremos de un
clima extremadamente duro, con temperaturas que oscilaban entre gélidos
inviernos y ardientes veranos apenas separados por períodos de primavera u
otoño. En verano, la temperatura podía ascender por encima de los 35 °C,
pero en invierno caía hasta casi -30 °C, con vientos ululantes que atravesaban
rugiendo las llanuras, procedentes de Siberia. El polvo se introducía en los
ojos y arañaba la piel durante gran parte del año, y a menudo la gente se veía
obligada a proteger su rostro y su cabeza con una máscara. En los patios
interiores de las casas, todas las ventanas de las habitaciones principales se
abrían al Sur para permitir la mayor entrada posible de sol, dejando que los
muros del Norte soportaran el asalto del viento y el polvo. El costado norte de
la casa contenía una sala de estar y el dormitorio de mi abuela; las alas que se
extendían a ambos lados se hallaban destinadas a la servidumbre y al resto de
las actividades. Los suelos de las estancias principales estaban cubiertos de
baldosa, y las ventanas de madera forradas de papel. El tejado, inclinado,
aparecía revestido de suaves tejas negras.
Desde el punto de vista local, se trataba de una casa lujosa, muy superior
a la de sus padres, pero mi abuela se sentía sola y desdichada. Contaba con
varios sirvientes, entre ellos un portero, un cocinero y dos doncellas. Su tarea
no consistía tan sólo en servir, sino también en hacer las veces de guardianes
y espías. El portero tenía instrucciones de no permitir la salida de mi abuela
bajo ninguna circunstancia. Antes de su partida, y a modo de advertencia, el
general Xue relató a mi abuela una historia referente a otra de sus concubinas.
Tras descubrir que había mantenido una aventura con uno de los sirvientes
masculinos, la había atado a la cama y le había introducido un trapo en la
boca. A continuación, había hecho verter alcohol sobre el tejido, hasta que
asfixió lentamente a la mujer. «Claro está, no podía concederle el placer de
una muerte rápida. El acto más vil que puede cometer una mujer es traicionar
a su marido», había dicho. En lo que se refería a cuestiones de infidelidad, un
hombre como el general Xue sentiría mucho más odio por la mujer que por el
hombre. «En cuanto a su amante, me limité a mandarlo fusilar», añadió en
tono indiferente. Mi abuela nunca supo si todo aquello había sucedido
realmente o no, pero a sus quince años de edad quedó inevitablemente
petrificada al oírlo.
A partir de aquel momento, vivió en un estado constante de temor. Dado
que apenas salía, se vio obligada a crearse un mundo propio entre aquellas
cuatro paredes. Pero ni siquiera allí se sentía dueña de su propia casa, y había
de dedicar largos ratos a halagar a sus sirvientes para evitar que inventaran
historias acerca de ella (algo tan corriente que se consideraba casi inevitable).
Les hacía numerosos presentes, y organizaba asimismo partidas de mah-
jongg, ya que al ganador le correspondía siempre entregar una generosa
propina a la servidumbre.
Nunca careció de dinero. El general Xue le enviaba una pensión fija que
le era entregada mensualmente por el director de su casa de empeños, quien
también se encargaba de los recibos de sus pérdidas en las partidas de mah-
jongg.
La celebración de partidas de mah-jongg formaba parte habitual de la
vida de las concubinas chinas, al igual que lo era fumar opio, una droga
siempre disponible y considerada un medio de mantener satisfechas a las
personas en su situación: drogadas… y dependientes. En su intento por luchar
contra la soledad, muchas concubinas se convertían en adictas. El general
Xue animó a mi abuela a desarrollar el hábito, pero ésta hizo caso omiso de
sus recomendaciones.
Prácticamente las únicas veces que se le permitía salir de casa era cuando
iba a la ópera. Aparte de eso, se veía obligada a permanecer todos los días
sentada en casa, de la mañana a la noche. Leía mucho, especialmente obras
de teatro y novelas, y cuidaba sus flores favoritas —balsamina, hibisco,
dondiego y rosas de Sharon— en tiestos que conservaba en el patio, donde
también cultivaba bonsáis. Su otro consuelo dentro de aquella jaula de oro era
un gato que poseía.
Se le permitía visitar a sus padres, pero incluso eso era contemplado con
malos ojos, y no podía quedarse a pasar la noche con ellos. Aunque se trataba
de las únicas personas con las que podía hablar, visitarles se convirtió para
ella en una pesadilla. Su padre había sido ascendido a jefe adjunto de la
policía local por su relación con el general Xue, lo que le había permitido
adquirir tierras y propiedades. Cada vez que mi abuela abría la boca para
decir lo desdichada que era, su padre respondía con un sermón en el que
afirmaba que una mujer virtuosa debería suprimir sus emociones y no desear
nada que rebasara las obligaciones que debía a su esposo. El hecho de que le
echara de menos era bueno, pues era virtuoso, pero las mujeres no debían
protestar. De hecho, una mujer como es debido no debía tener siquiera puntos
de vista propios; y si los tenía, desde luego no debía ser tan osada como para
hablar de ellos. Solía citar un viejo dicho chino: «Si estás casada con un
pollo, obedece al pollo; si estás casada con un perro, obedece al perro».
Transcurrieron seis años. Al principio se cruzaron unas pocas cartas;
luego, silencio total. Incapaz de eliminar su energía y su frustración sexual,
imposibilitada siquiera de caminar a grandes zancadas debido a sus pies
vendados, mi abuela se veía limitada a recorrer la casa a pasitos. Al principio,
depositó todas sus esperanzas en recibir algún mensaje, a la vez que repasaba
mentalmente una y otra vez su breve vida con el general. Llegó incluso a
recordar con nostalgia la sumisión física y psicológica que sufría junto a él.
Le echaba mucho de menos, a pesar de que sabía que no era sino una más de
tantas de sus concubinas que salpicaban el territorio chino y de que nunca
había alimentado la idea de pasar el resto de su vida con él. Incluso así, le
añoraba, ya que representaba su única posibilidad de poder llevar una vida
digna de ese nombre.
Sin embargo, a medida que las semanas se convertían en meses, y los
meses en años, su nostalgia fue amortiguándose. Llegó a darse cuenta de que,
para él, ella no era sino un juguete que podía coger y soltar según le
apeteciera. Ya no tenía nada sobre lo que enfocar su inquietud, ahora
permanentemente oprimida por una especie de camisa de fuerza. Las
ocasiones en que lograba estirar sus extremidades se sentía tan agitada que no
sabía qué hacer consigo misma. Algunas veces, llegaba a desplomarse
inconsciente sobre el suelo. Habría de sufrir episodios similares durante el
resto de su vida.
Post automatically merged:

Aquellas casas se hallaban diseñadas para soportar los extremos de un
clima extremadamente duro, con temperaturas que oscilaban entre gélidos
inviernos y ardientes veranos apenas separados por períodos de primavera u
otoño. En verano, la temperatura podía ascender por encima de los 35 °C,
pero en invierno caía hasta casi -30 °C, con vientos ululantes que atravesaban
rugiendo las llanuras, procedentes de Siberia. El polvo se introducía en los
ojos y arañaba la piel durante gran parte del año, y a menudo la gente se veía
obligada a proteger su rostro y su cabeza con una máscara. En los patios
interiores de las casas, todas las ventanas de las habitaciones principales se
abrían al Sur para permitir la mayor entrada posible de sol, dejando que los
muros del Norte soportaran el asalto del viento y el polvo. El costado norte de
la casa contenía una sala de estar y el dormitorio de mi abuela; las alas que se
extendían a ambos lados se hallaban destinadas a la servidumbre y al resto de
las actividades. Los suelos de las estancias principales estaban cubiertos de
baldosa, y las ventanas de madera forradas de papel. El tejado, inclinado,
aparecía revestido de suaves tejas negras.
Desde el punto de vista local, se trataba de una casa lujosa, muy superior
a la de sus padres, pero mi abuela se sentía sola y desdichada. Contaba con
varios sirvientes, entre ellos un portero, un cocinero y dos doncellas. Su tarea
no consistía tan sólo en servir, sino también en hacer las veces de guardianes
y espías. El portero tenía instrucciones de no permitir la salida de mi abuela
bajo ninguna circunstancia. Antes de su partida, y a modo de advertencia, el
general Xue relató a mi abuela una historia referente a otra de sus concubinas.
Tras descubrir que había mantenido una aventura con uno de los sirvientes
masculinos, la había atado a la cama y le había introducido un trapo en la
boca. A continuación, había hecho verter alcohol sobre el tejido, hasta que
asfixió lentamente a la mujer. «Claro está, no podía concederle el placer de
una muerte rápida. El acto más vil que puede cometer una mujer es traicionar
a su marido», había dicho. En lo que se refería a cuestiones de infidelidad, un
hombre como el general Xue sentiría mucho más odio por la mujer que por el
hombre. «En cuanto a su amante, me limité a mandarlo fusilar», añadió en
tono indiferente. Mi abuela nunca supo si todo aquello había sucedido
realmente o no, pero a sus quince años de edad quedó inevitablemente
petrificada al oírlo.
Post automatically merged:

A partir de aquel momento, vivió en un estado constante de temor. Dado
que apenas salía, se vio obligada a crearse un mundo propio entre aquellas
cuatro paredes. Pero ni siquiera allí se sentía dueña de su propia casa, y había
de dedicar largos ratos a halagar a sus sirvientes para evitar que inventaran
historias acerca de ella (algo tan corriente que se consideraba casi inevitable).
Les hacía numerosos presentes, y organizaba asimismo partidas de mah-
jongg, ya que al ganador le correspondía siempre entregar una generosa
propina a la servidumbre.
Nunca careció de dinero. El general Xue le enviaba una pensión fija que
le era entregada mensualmente por el director de su casa de empeños, quien
también se encargaba de los recibos de sus pérdidas en las partidas de mah-
jongg.
Post automatically merged:

La celebración de partidas de mah-jongg formaba parte habitual de la
vida de las concubinas chinas, al igual que lo era fumar opio, una droga
siempre disponible y considerada un medio de mantener satisfechas a las
personas en su situación: drogadas… y dependientes. En su intento por luchar
contra la soledad, muchas concubinas se convertían en adictas. El general
Xue animó a mi abuela a desarrollar el hábito, pero ésta hizo caso omiso de
sus recomendaciones.
Prácticamente las únicas veces que se le permitía salir de casa era cuando
iba a la ópera. Aparte de eso, se veía obligada a permanecer todos los días
sentada en casa, de la mañana a la noche. Leía mucho, especialmente obras
de teatro y novelas, y cuidaba sus flores favoritas —balsamina, hibisco,
dondiego y rosas de Sharon— en tiestos que conservaba en el patio, donde
también cultivaba bonsáis. Su otro consuelo dentro de aquella jaula de oro era
un gato que poseía.
Se le permitía visitar a sus padres, pero incluso eso era contemplado con
malos ojos, y no podía quedarse a pasar la noche con ellos.
Post automatically merged:

Aunque se trataba
de las únicas personas con las que podía hablar, visitarles se convirtió para
ella en una pesadilla. Su padre había sido ascendido a jefe adjunto de la
policía local por su relación con el general Xue, lo que le había permitido
adquirir tierras y propiedades. Cada vez que mi abuela abría la boca para
decir lo desdichada que era, su padre respondía con un sermón en el que
afirmaba que una mujer virtuosa debería suprimir sus emociones y no desear
nada que rebasara las obligaciones que debía a su esposo. El hecho de que le
echara de menos era bueno, pues era virtuoso, pero las mujeres no debían
protestar. De hecho, una mujer como es debido no debía tener siquiera puntos
de vista propios; y si los tenía, desde luego no debía ser tan osada como para
hablar de ellos.
Post automatically merged:

Solía citar un viejo dicho chino: «Si estás casada con un
pollo, obedece al pollo; si estás casada con un perro, obedece al perro».
Transcurrieron seis años. Al principio se cruzaron unas pocas cartas;
luego, silencio total.
 
Última edición:
Volver
Arriba