Durante el Segundo Año Geofísico Internacional (1956 a 1958)- cuatro chilenos- dos destacados científicos, un ayudante y un sargento enfermero de la Marina Nacional- fueron llevados en helicópteros a la Isla Robertson, y dejados allí durante un mes, en una casamata metálica desarmable, con un aparato radiotransmisor a batería y el equipo necesario para estudiar la geología, fauna y flora de la región.
Robertson se encuentra al sur del paralelo 65 y al este del meridiano 60, en el mar de Wedell. La isla de origen volcánico, con una superficie aproximada de 500 kilómetros cuadrados, abunda en basaltos.
A comienzos de enero, en medio de un tiempo tormentoso, los expedicionarios comprobaron un hecho que la certeza del rescate, fijada para el 20 de enero, restó importancia: el equipo de radio se descompuso, impidiendoles toda comunicación con el resto del mundo.
El doctor Tagle (se usan nombres supuestos a pedidos de los protagonistas de estos hechos) solía levantarse durante las convencionales noches para sorprender algún fenómeno meteorológico. El profesor Barros, que no compartía esta costumbre, había prohibido a su colega que lo despertase, aunque todas las auroras boreales del mundo flotasen sobre Robertson. Pero el 08 de enero, el doctor Tagle se arriesgó a quebrantar esta prohibición e interrumpió el sueño de Barros. Al ver la expresión del doctor Tagle, procedió a colocarse el equipo indispensable para afrontar los 21 grados centígrados bajo cero del exterior. El sol brillaba hacia el suroeste y el cielo, ahora sin nubes, cubría con un profundo y límpido azul los hielos quietos. Consta en los informes meteorológicos de la Armada que pocas veces se ha visto periodo de bonanza semejante en la región.
El doctor Tagle señaló el cielo hacia el norte, casi directamente sobre su cabeza y el malhumorado Barros pudo ver dos aparatos metálicos de forma de puro, en posición vertical, perfectamente quietos – situado uno casi en el meridiano y el otro separado del primero por unos 30 grados – que reflejaban los rayos del sol. No sin una secreta inquietud acentuada por la excitación de Tagle, Barros examinó los aparatos con su largavista del tamaño aparente de la Luna llena, su aspecto compacto de lisas superficies metálicas, evidenciaba su origen artificial.
Los profesores decidieron no despertar a sus compañeros para dejarlos que se enterasen del fenómeno “per se”, cabía la posibilidad aunque remota, de que ambos científicos fuesen presa de una alucinación, la que habrían podido comunicar a sus acompañantes al prevenirlos. Se alejaron entonces unos cien metros del campamento, a eso de las siete de la mañana apareció el Sargento enfermero que acostumbraba abandonar el refugio en camiseta para hacer ejercicios y conservar su estado atlético. Casi de inmediato ambos científicos le oyeron gritar: “Profesor, profesor, Discos Voladores”.
Se levantó también el ayudante y pronto los cuatro hombres contemplaban el fenómeno convencidos ahora de que no se trataba de un espejismo. Los objetos seguían inmóviles, como si hubiesen formado parte del cielo desde tiempos inmemoriales.
A eso de las nueve de la mañana el objeto uno o sea, el más próximo al meridiano, tomó bruscamente una posición horizontal y se desplazó hacia el oeste con la velocidad de una centella, perdió su brillo metálico, convirtiéndose al ultravioleta, cambio de rumbo en un ángulo agudo, sin detenerse y recorrió otro trecho del cielo a la misma velocidad para volver a tomar una nueva dirección. Prosiguió sus vertiginosas maniobras zigzagueando, frenando bruscamente, acelerando con instantánea velocidad, trasladándose sobre la cabeza de los observadores, siguiendo siempre trayectorias tangenciales con respecto a la Tierra, todo en el más absoluto silencio. Al cabo de unos cinco minutos de aquel despliegue de energía, fue a estacionarse junto a su compañero, casi en su posición primitiva, aunque ahora separado del otro por unos 50 grados. El Dos, que permaneciera inmóvil mientras el Uno realizaba su danza, rompió a su vez la quietud y dirigiéndose hacia el este, efectuó una decena de vuelos quebrados, con bruscos cambios de rumbo, ofreciendo las mismas mutaciones de colorido cuando aceleraba o se detenía. Unos tres minutos después fue a detenerse junto a su compañero y recuperó su material de apariencia metálica.
La expedición poseía dos detectores Geiger-Miller de alta sensibilidad, uno de audio y otro de centelleo. Cuando los objetos hubieron retomado su posición primitiva, alguien descubrió que el detector de centelleo revelaba que la radioactividad ambiente había aumentado 40 veces, es decir, podía producir la muerte a un organismo sometido a ella por un periodo prolongado. Este descubrimiento acentuó los temores de los expedicionarios.
La temperatura se mantenía a unos 15 a 20 grados centígrados bajo cero, sin que un vapor alterase la pureza del firmamento. Nadie pudo hacer nada durante ese día, excepto observar los objetos. La sensación de haberse convertido en microorganismos, colocados en la platina de un microscopio, fríamente examinados por indecibles ojos, no permitía a los hombres concentrarse en sus labores habituales, aunque carecían de teleobjetivo, tomaron numerosas fotos tanto en color como en blanco y negro.
Barros no temía un ataque de los objetos, pero su mentalidad científica, rigurosamente racional, no se allanaba a la idea de encontrarse frente a un fenómeno marginado de toda ciencia, y mientras corrían las horas, se acentuaba su convicción de hallarse ante un fenómeno de origen no-humano, de ser espiado por una inteligencia que deseaba mantener el anonimato por alguna razón, y cuyos próximos pasos eran imprevisibles.
Al atardecer, en un intento por desentenderse de aquella presencia, los cuatro expedicionarios partieron hacia el norte por el litoral, bordeando el verdoso mar de Wedell. El refugio emplazado en una morena – el lecho de un antiguo glaciar – se elevaba unos sesenta metros sobre el nivel del mar, de modo que al desplazarse los hombres no tardaron en quedar traslapados de los objetos por un acantilado cortado a pico. Pero súbitamente apareció una centella, la que volvió a esfumarse en una fracción de segundos sobre el acantilado, como si aquella maniobra hubiese estado destinada exclusivamente a advertirles que nada ganaban escondiéndose. Eran aproximadamente las nueve de la noche, cuando los hombres volvieron al campamento, los objetos seguían en su misma posición.
Durante la noche – siempre con el sol a la vista – nadie pudo dormir. Nada especial ocurrió durante la velada ni en las primeras horas del segundo día. Los hombres, insomnes y sin apetito, estaban llegando al límite de su resistencia física.
Al atardecer de ese día aparecieron cirrus, que en la Antártida se forman a una altura de siete a diez mil metros y constituyen la vanguardia de los temporales. Valiéndose de esta cota, el profesor Barros determinó con un teodolito la altura de los objetos en alrededor de ocho mil metros y su longitud en algo así como ciento cincuenta metros. Su mayor diámetro lo estimó en veinticinco metros. Estos datos son bastantes fidedignos porque una de las nubes proyectaba una leve sombra en una de los objetos. El descubrimiento iluminó al profesor Barros. Tomando un lente de polarización, utilizado para determinar la composición de las rocas y otras sustancias mediante la desviación de la luz, dirigió la pantalla del instrumento hacia los objetos, y encendió el foco. Casi instantáneamente el Uno emitió una intensa luz y cuando volvió a apagarse había descendido notablemente. Su tamaño aparente era el de un pequeño automóvil, es decir, de algo así como tres metros de longitud. El doctor Tagle, que lo observaba con un largavista, creyó distinguir una especie de escotilla en la parte superior, acertó no corroborado por Barros.
Aquel inusitado descenso que parecía una reacción del objeto ante la señal hecha por Barros con el lente de polarización, produjo una crisis de nervios en Tagle. De un puntapié destruyo el lente. El Uno volvió a elevarse y comenzó otras series de evoluciones. Durante uno de estos vuelos, el profesor Barros, valiéndose de la altura previamente estimada, determino su velocidad por angulacion 40000 kilómetros por hora, o sea, casi la velocidad de escape terrestre. Considerando que los objetos partían de cero y alcanzaban esta velocidad en forma instantánea, para luego frenar bruscamente, sin una progresiva desaceleración, la inercia en su interior debería ser mortal para cualquiera criatura viviente, excepto que contase con un campo gravitacional propio, conforme a las teorías de Plantier sobre el sistema de propulsión de los discos voladores.
A eso de las once de la noche empezó a soplar el “blizzard”, viento antártico capaz de alcanzar velocidades de 300 kilómetros por hora y el cielo se cubrió de nubes. Como a las dos de la madrugada, en medio de un temporal desatado, se verificó que la radioactividad había disminuido. Paralelamente se aflojó la tensión psicológica en los hombres. Aun antes de poder comprobarlo visualmente, tuvieron la certeza de que los objetos se habían marchado. Al día siguiente la radioactividad retomó su nivel normal. En la tarde, durante una pausa del temporal, el cielo se despejó casi en un cuarenta por ciento, los objetos ya no estaban allí.
El 20 de enero el helicóptero rescató a los cuatro hombres. Aunque no se atrevían a narrar su aventura, por temor al ridículo, se decidieron a sincerarse con un alto oficial de la Armada Chilena, quien no se alteró con la historia. El Oficial conocía muchas observaciones de objetos voladores no identificados, registradas en casi todas las expediciones a la Antártida, aunque ninguna tan prolongada ni precisa como las de Barros y Tagle. El ATIC (Air Technical Inteligente Center de U.S.A.), les envió, asimismo, un extensísimo cuestionario que Barros y Tagle llenaron y devolvieron.