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Rudolf Otto: Racionalidad e Irracionalidad de la idea de Dios

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Javier Benítez / 2 octubre, 2017
Las ortodoxias de las grandes religiones de la historia se han decantado tradicionalmente por no respetar el carácter irracional de su objeto, racionalizando la idea de Dios. La idea de Dios debía ser acotada estrictamente por una serie de predicados racionales, pensados como absolutos, sumos y perfectos. Con ello se posibilita la definición estricta de qué es y qué no es Dios. Se aseguran el control de la idea de Dios. Es más, el súmmum de la religión es que pueda a dar a su feligresía todo un repertorio impresionante de conceptos y conocimientos objetivos de lo suprasensible.

En estas ortodoxias, el elemento racional ocupa el primer plano. Para Rudolf Otto (1869-1937), esta perspectiva resulta una visión parcial e incorrecta de la idea de Dios. Lo racional de lo divino es aquello que entra en la compresión de los conceptos. Pero no todo se engloba en esa esfera de claridad. Existen a la vez elementos que no pasan a ser conceptos pero que existen igualmente: eso es lo irracional de lo divino: los elementos que no se dejan iluminar por la inteligencia comprensiva y que permanecen en la experiencia pura sentimental. Es importante entonces, para comprender por completo lo divino, intentar acercarnos primero a los elementos irracionales.

La categoría que mejor explica la esfera religiosa es lo santo. Su complejidad es evidente, más aún cuando el elemento específico que lo conforma es su inefabilidad, lo árreton: lo que es completamente inaccesible a la comprensión por conceptos. Así que lo santo es y será siempre una incógnita para la razón. A lo máximo a lo que podemos llegar, según Otto, es a suscitarlo, sugerirlo, despertarlo. El primer escollo que encontramos en nuestro camino para comprender lo santo es que se ha perdido parte del significado primigenio, ya que la lengua ha ido incorporando lo moral a lo santo. Los términos qadosch, hagios o sanctus han sido esquematizados, racionalizados y rellenados con ética y no designan fielmente el sentido y significado más prístino de lo santo.

Ha sido necesario dar forma a un neologismo que pueda captar la peculiaridad de lo santo: lo numinoso. Lo numinoso es harto complicado de explicitar, es indecible, al decir de Otto. Tan sólo podemos llegar a la aproximación por analogía. Y es aquí donde propone una definición de Schleiermacher: un sentimiento de absoluta dependencia, una extrema pequeñez e insignificancia, de insuficiencia e incapacidad frente a lo mayúsculo, el numen. Lo numinoso es una categoría sentimental o emocional a la que nos acercaremos mediante analogías y expresiones simbólicas. La expresión que recoge toda la carga emocional de lo numinoso es la de mysterium tremendus.

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El misterio es algo secreto que no pertenece al ámbito público. Algo que, por tanto, ni pertenece a la cotidianidad ni es entendible con el sentido común ordinario. Si profundizamos en él, encontraremos un acusado polimorfismo que va desde la devoción absorta, a los estallidos súbitos, al éxtasis o a las formas demoníacas. El misterio es extraño y no se explica. Lo numinoso como misterio avanza profundamente en una gradación de intensidades: asombro, paradoja y antinomia. El misterio es mirum o mirabile, esto es, asombro o sorpresa por algo. Luego se convierte en pasmo, asombro intenso o stupor. El misterio es absolutamente heterogéneo, chocante y paradójico, algo tan radicalmente extraño que desborda el círculo de lo familiar. Pero si además hablamos del nihil de los místicos occidentales o del sunyata budista, estaremos dando un paso más. Esa antinomia, el vacío y la nada, que trasciende las categorías de nuestro pensamiento, es akatalepton. Y no sólo las rebasa, sino que las hace en todo punto ineficaces: lo numinoso como misterio va en contra de la razón.

El segundo aspecto, lo tremendo, refuerza el lado misterioso-oculto. Lo tremendo indica tremor, miedo y estremecimiento. No un temor ordinario, sino un temor siniestro y profundamente inquietante. Una conmoción que hace temblar, que provoca incluso reacciones corporales. De este terror de íntimo espanto en el ánimo del hombre primitivo surgen tanto los demonios como los dioses. Pero el tremor nos hace descubrir la propiedad clave del numen: la cólera. La ira deorum que se desencadena sin previo aviso y de forma arbitraria. Aquí radica el misterio: ¿por qué esa cólera tan inabarcable? Las razones son misteriosas pero ocurre y el hombre es el objeto de la misma, independientemente de su moralidad.

Junto a lo misterioso-oculto y lo tremendo-cólera, añadimos otros cuatro aspectos que complementan la caracterización de lo numinoso: la majestad y la energía por un lado, y lo augusto y lo profano por otro.

La majestad tiene que ver con la omnipotencia del numen, es su prepotencia absoluta, lo que ontológicamente caracterizaríamos como plenitud del ser y que se expresaría como un sentimiento de superioridad absoluta. La energía evoca la fuerza, el movimiento, el impulso y la actividad, lo que abrasa, lo que domina. Esta impetuosidad nos traslada a entender el numen como algo vivo, sin residuo inerte.

Junto al empequeñecimiento y anonadamiento que sufre el ser humano cuando está ante el numen hemos de añadir el sentimiento de desestimación de sí mismo. Este sentimiento que irrumpe de manera inmediata pertenece a una peculiar categoría de valoración: el sentimiento del individuo de su absoluta profanidad. El ser humano individual siente que no tiene dignidad frente a lo santo. La santidad pertenece a lo numinoso, mientras que a las criaturas les conviene lo profano. Lo santo es más que lo profano. Pero Otto no está de acuerdo con que se exprese ese plus como supracósmico. Buscará una nueva palabra: augustus. Lo augusto es lo ilustre, lo mayestático y venerable. El numen es una obligación íntima que se impone a la conciencia, no por coacción, sino por sumisión al valor santísimo. No creemos porque una autoridad poderosa nos obligue a ello, sino porque vemos o intuimos en lo santo una inmensidad que nosotros, como profanos, no tenemos ni tendremos. El ser humano se siente pequeño ante la inmensidad de lo divino.

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Un último aspecto básico de lo numinoso nos queda por explicitar, siguiendo el texto de Otto. Junto a todo eso que nos aterra, que trastorna nuestros sentidos, hay algo que nos maravilla y embarga, que nos fascina profundamente. Lo santo atrae al individuo, lo lleva haciendo desde los albores de la Humanidad. Hay algo en ese fenómeno que nos atrae. Eso que hemos racionalizado como amor, misericordia y piedad. Entre lo horrible y lo admirable se crea una armonía de contrastes. Esta polaridad o dicotomía de lo retrayente-atrayente es el comienzo del sentimiento religioso en la historia de la religión, porque esa primera forma elemental fue dando paso a otras cada vez más complejas y depuradas.

El ser humano, a pesar del miedo y a pesar de que se vea rebasado en su comprensión, siempre ha querido apoderarse de lo numinoso hasta identificarse con él. Para Otto hay dos procedimientos de apropiación. Uno encaminado a la parte retrayente y otro a la parte atrayente. El primero es la identificación con el numen por medio de actos de culto, conjuros y sortilegios. Esta forma básica trata de aplacar la cólera y reconciliarse con lo numinoso y apropiarse de esa fuerza maravillosa. La segunda es la reiteración compleja de la primera: cuando se busca lo numinoso por sí mismo y no como medio de obtener otra cosa. Ese perdurar en lo numinoso se considera un bien, una gracia, es un vivir en lo misterioso: en este momento es cuando empieza la verdadera vita religiosa. El entusiasmo de ese estado de gracia es lo fascinante de lo numinoso. Eso es lo que atrae, porque lo bueno empuja al ser humano hacia lo numinoso. Es un impulso fortísimo hacia un bien absolutamente irracional, materializado en un sentimiento traducido en una sospecha vehemente y reconocido tras símbolos de expresión oscuros e insuficientes.

En definitiva, lo santo es para Otto una categoría a priori del espíritu racional. Existen en el espíritu humano estos elementos a priori, y son la conciencia religiosa. El ser humano está dotado, a priori, para acceder a lo santo.

La historia de la religión descubre cómo los elementos irracionales y racionales se van entremezclando. La religión sale de su primitiva rudeza y se convierte en una religión más elevada, se dota de una dogmática y de una estructura de gestión y administración. Del numen local grosero se llega al Dios que administra felicidad y dirige el destino de la historia. Lo notoriamente terrorífico y espantoso llega a convertirse en dioses, esos a quienes se reza y se confía el futuro y en quienes vemos el origen de la ley. Lo tremendo se moraliza como la rectitud y se convierte en la santa cólera de dios. Lo fascinante se moraliza como la bondad y se convierte en la gracia de Dios. Lo maravilloso se traduce como la perfección y torna en los predicados absolutos de Dios. La existencia de ambas especies de elementos forma una bella armonía y constituye, para Otto, el criterio que sirve para medir la superioridad de una religión. Lo irracional preserva a la religión de convertirse en puro racionalismo; y lo racional la preserva de descender al fanatismo. La coexistencia de ambos estados la habilitan como una religión culta y humana.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2017...rracionalidad-de-la-idea-de-dios-rudolf-otto/
 
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