En la U solía hablar harto con una compañera calientasopas por naturaleza, o sea alguien a quien le brota lo caliente sin esfuerzo y que después de un par de interacciones uno ya cacha el asunto y como que lo acepta entretenidamente, sin más. Claramente con novio, ella era carismática, culona excepcional, de tetas ideales y con una cara tipo chabe de mekano, o sea el arquetipo mismo de lo que hablamos acá.
Sucedió que un día antes de iniciar una clase de cálculo muy aburrida e insufrible, ya sentados y durante la conversación previa a la llegada del profesor (uno de tantos momentos que nos dábamos para congeniar "relajadamente"), la cosa tomó un rumbo especial. Con ella a punto de dejar caer la artillería pesada (como se imaginarán, ella tenía un discurso, una prosodia y un timbre de voz muy particulares) algo me hizo clic: la interrumpí emputecido pero controlado, lo que sumado al sin sentido de querer nivelar las cosas en tales condiciones sin dejar la cagá (con la sala llenándose de gente), me lleva a una especie de trance durante el cual susurré a su oído, en menos de un minuto, una breve historia.
En esa historia anulé toda su razón humana y reclamé lo restante para llevarlo a un lugar en el que ella simplemente lograba intuir, en tanto su evidente vagina húmeda y sedienta cuando terminé de hablar, que el intelecto humano está peligrosamente mucho más a merced del sexo más animal, abyecto y primordial imaginable, y que esa conversación era la única evidencia de un evento singular sin posibilidad alguna de repetición.
Nunca nos miramos igual, nunca conversamos igual, hasta que perdí todo interés. Claramente ella entendió lo mismo que yo: que el sexo entre ambos era un camino destructivo y sin retorno posible.