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Papirazo, allá vamos.
Años atrás por pega viajaba por todo Chile y algunos países del cono sur. Pareja estable, familia consolidada, nunca fui del chaleco a rombos ni de los dockers con zapatos Oxford, pero andaba por ahí. Convencional, de mi casa y mi pega, sureño de nacimiento. Y caliente como yo solo.
2014, enero, omito ciudad. Era mi última asesoría en negociación colectiva para la compañía antes de irme de vacaciones. Mi prole estaba ya ubicada en el hotel del lugar en donde pasaríamos las vacaciones de verano, a unos cuantos kilómetros de ahí. Pero claro, era el último día, último gol gana, la última cerveza antes de irte para la casa. El último porrazo con alguna mina de pago antes de ir a encerrarme a la abulia lacustre y con un volcán en la ventana de atrás.
Antes de ir a la reunión, una busqueda rápida en google, "escorts ciudad __________". Un aviso anodino, un número de celular más. Marqué y me contestan "hola amor...." y te aplican el tarifado. Llámame antes que vengas para estar lista, dice, con una sonrisa telefónica.
Tres horas después estaba tocando el timbre del departamento. Hermosa, madura, sonrisa bellísima. El mejor sexo de mi vida hasta ese momento.
Una hora y media después, con las piernas temblando, seguía oliéndome los dedos en el uber. Química y sexo salvaje se unieron, sumado a que esta hábil mujer me dio un número de celular que supuestamente era su número personal. Así lo parecía, su rostro estaba en el perfil de whatsap, un rostro bellísimo y que no trasuntaba en modo alguno su oficio de prostituta. Era extraño, todas las prostitutas que había conocido tenían un rictus torvo, un desdén en el fondo de sus ojos, sin importar lo hermosas que ellas fuesen. Eran putas y te lo hacían saber, y eso te permitía terminar la faena y olvidarlas sin más. Pero ella no. Carecía de ese rictus, de esa amargura. Ella sonreía y era genuina en lo que hacía, aun sabiendo que ese sólo día le podría haber lamido las bolas a una media docena o más de clientes, o haberse abierto los cachetes del culo con alegría para recibir la carga de deseo de esos mismos pelafustanes.
Era puta, pero carecía de todo contrapunto emocional con su oficio, y por eso era ella misma. Tragasables, ávida, sexualmente sincera con sus deseos de placer y plata. Y eso me flechó.
Pasaron mis vacaciones como las tendría cualquier tipo en mi situación, mirando el celular, viendo su foto, hasta que una vez de vuelta comencé a escribirle. Y las respuestas no tardaron en llegar. Amorosas, con cierto dejo de emoción, pidiéndome que la mirara no como prostituta sino como una mujer más. Y caí, caí muy profundo en una horrible espiral de sexo, despilfarro de dinero, promesas. Viajaba cada vez que podía hasta su ciudad, durante meses comprometí mi puesto para lograr ser enviado a ese lugar una y otra vez, de vez en cuando una licencia. Y por cada rato de sexo y cientos de miles de pesos transferidos a su cuenta, más me agarraba a ese vicio.
Y me prometió, con lágrimas en los ojos, que ya no se prostituía, que desde ese día se dedicaría a su gran sueño, su agencia de cosmetología integral, y que ya había conseguido lugar. Desde luego, me hice parte con ingentes cantidades de dinero para llevar adelante su sueño.
Los viajes, la plata distraída, el sexo, pronto hicieron estragos en mi matrimonio, el que se fracturó y terminé por separarme. Ello, sumado a circunstancias especiales en mi trabajo (la llegada de un nuevo fiscal que trajo a todo su equipo), coincidió en que además de la separación debía sumar una desvinculación. Y, como la lluvia de septiembre que moja paredes tapadas de barro desde el invierno, la realidad salió a la luz, feroz, descarnada, sin prisas ni concesiones. Brutal y despiadada. Necesaria. Una amputación del alma sin anestesias ni calmantes vendría.
Ya no había dinero, o no había tanto como para seguir viviendo la borrachera sexual y erótica de promesas y sabores. Pero en mi cabeza ávida de dopamina quedaba el convencimiento que no importa, que nos iríamos juntos, viviríamos este amor solos, desde cero, y más unidos que nunca. Ella me escuchaba y sonreía, pero ya no me miraba a los ojos sino sus muy cuidadas uñas o los anillos que meses atrás le había regalado.
Cierto día, en que con mis últimas reservas de dinero volví a su ciudad, la quise sorprender. No pude avisar mi llegada, celular con plan impago, ya estaba acusando estragos la situación. Fui al lugar en donde funcionaría la clinica de cosmetología, un departamento con una placa "Ivette, cosmética integral" y una silueta femenina. Toqué la puerta y unos tacones rápidos se escucharon del otro lado de la puerta.
Abrió una mano, con unas hermosas uñas muy bien cuidadas, y un rostro conocido asomó. Era la misma sonrisa, la que se congeló al verme. En colaless, una blusa transparente que dejaba ver sus enormes tetas que, una semana atrás, había disfrutado sobre mi pecho, desnuda.
Detrás se veía un biombo, y alcanzaban a verse un par de negros esperando su turno de atención.
Me fui de ahí, destrozado, sin habla. En los escalones que me tomó llegar hasta el primer piso hice un rápido y dramático recuento de daños. Tres cheques protestados, dos créditos impagos, millones de pesos absolutamente perdidos y 12 años de matrimonio terminaron de la manera más estúpida y predecible existente.
Omito detalles de cómo me rehice. Busqué pega, un sucucho en donde dar con mis huesos, y rehacerme mentalmente. El dinero poco a poco recuperó su cauce, los litigios se apagaron, los cheques fueron cubiertos y aclarados. Una nueva oportunidad laboral surgió. Para la saciedad del alma y las urgencias del sexo surgía una solución inexplorada, Tinder, que fue mi abasto de deseo y compañía femenina hasta que, de manera convencional y casual, surgió una nueva pareja que hasta hoy me acompaña.
Y así fue.