Recuerdo que me llevó a ese gimnasio un compañero del Liceo cuando cursábamos segundo o tercero medio.
Cuando llegamos al gym, mi compañero me presentó con el dueño (con el Héctor) que en ese momento estaba haciendo hombros con unas pesas, y me pareció muy cordial de su parte que haya dejado su rutina solo para saludarme y estrechar su mano. Yo estaba todo cohibido como pollo nuevo ante esa mole de músculos y todos los tipos que estaban ahí levantando pesas. El Héctor era un buen chato, muy simpático y amable; siempre dispuesto a ayudarte y darte consejos. Tenía una gringa de pareja y vivían en el mismo gimnasio.
El ambiente de ese gimnasio era genial y único; era un “gimnasio de espartanos” como acostumbrábamos a decir; había una suerte de camaradería, y en donde podías expresarte o gritar todo lo que quisieras producto del esfuerzo físico y mental, y nadie te miraba (Para ejemplificar este último punto haré un contraste: muuuchooo tiempo después me inscribí en la YMCA de Valparaíso, y el tipo a cargo del gimnasio era un cincuentón profesor de educación física, medio pedante, que no aceptaba gritos de esfuerzo ni nada que pudiera “revolverle el gallinero” medio fifí o light que allí había, y si por a, b o c motivo gritabas del dolor o del sobreesfuerzo todos te miraban, jajaj definitivamente era otro tipo de gente; hay gimnasios y gimnasios)
Bueno, volviendo al relato del gimnasio de mis orígenes: allí con el tiempo me pusieron un sobrenombre: “el sparring” jaja, pues era, como decirte, un Nicolás Massú en las rutinas con mis compañeros; llegué a ser muy "demandado" porque cuando ya llevas cierto tiempo metido en los fierros lo ideal es que se trabaje con un compañero que te ayude en las rutinas.
Fueron buenos tiempos.