Mientras liberales y marxistas discuten
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A propósito:
"Inconsistencias de la teoría del valor-trabajo de Carlos Marx"
Marx y los marxistas pretendían haber descifrado las leyes de la historia. Según ellos, esta discurría mediante la sucesión de modos de producción, desde sus formas más simples o primitivas hasta la sociedad comunista, fase superior de la civilización humana. Si bien cada modo de producción se identificaba con una correspondiente «superestructura» política e ideológica –las instituciones comprometidas con su perpetuación–, en la medida en que estas constituían formaciones socioeconómicas caracterizadas por clases que se enfrentaban en lucha por el usufructo del producto social y, por otro lado, que el desarrollo de sus capacidades productivas ponía de manifiesto la agudización de esta contradicción, irremediablemente eran superadas por un estadio más avanzado de organización socioeconómica a través de cambios revolucionarios.
En las bases de este enfoque determinista se encuentra la teoría del valor-trabajo, heredada del economista inglés David Ricardo, y «perfeccionada» –según los exégetas de Marx– por el llamado padre del «socialismo científico». Conforme a esta teoría, el «valor de cambio» según el cual se transan las mercancías bajo el sistema capitalista es expresión del trabajo incorporado en ellas, la fuente y «esencia» de su verdadero valor. El valor de un bien o servicio no se determinaría, por ende, en el intercambio –la circulación– de mercancías, sino detrás «de los portones de la fábrica», en el ámbito de los agobiantes procesos laborales de la Inglaterra del siglo XIX, descritos por Marx y por Engels. Era el tiempo de trabajo requerido en la manufactura de un bien lo que le confería valor, y no la puja entre compradores y vendedores en el mercado. Para evitar la lógica objeción de que, en la medida en que requería más horas de trabajo, el fruto de la actividad productiva de un operario flojo o inepto tendría mayor valor, Marx precisó que su sustancia era el trabajo «socialmente necesario», es decir, aquel que expresaba las condiciones promedias de aptitud, destreza, disponibilidad de herramientas, máquinas, tecnología, etc., existentes en la sociedad en un momento determinado. En este sentido, el valor no podía entenderse sino como expresión de una relación social, ya que formaba parte de un proceso productivo social e históricamente determinado, cuya mensurabilidad requería enfrentar una mercancía con otra en el mercado. Esta confesión, empero, colocaba la teoría del valor-trabajo peligrosamente al borde del abismo: si el trabajo «socialmente necesario» no podía manifestarse sino a través de la relación social de intercambio, ¿no era esta la que determinaba el valor del producto y, por ende, el valor del trabajo? Dicho de otro modo, si no había otra manera de medir qué puede entenderse por «trabajo socialmente necesario» que no fuesen las transacciones de mercado, entonces el valor no podía constituirse previo al intercambio, sino que sería necesariamente resultadode este.
A esta conclusión llegó el economista soviético Isaac Ilich Rubin en los años veinte del siglo pasado (v. Rubin, 1980) pero, como era de esperar, sus hallazgos fueron rápidamente silenciados por los guardianes de las «verdades revolucionarias» sobre las cuales pretendía construirse la Patria del Proletariado. Cabe señalar, sin embargo, que el mismo Marx ya apreciaba la naturaleza contradictoria de su teoría, al intentar explicar la relación entre valor y precio. Según esta teoría el valor de cambio de una mercancía expresaría tanto el trabajo «vivo» expendido por los que laboraban directamente en su manufactura, como el valor del trabajo «muerto» incorporado en las maquinarias y demás insumos –cristalización de trabajos anteriores– que participaban o eran consumidos en su producción. Pero sólo el trabajo vivo era fuente de plusvalía, fundamento de las ganancias del capitalista dueño de la fábrica, ya que este le pagaba al obrero un salario que sólo bastaba para reponer su capacidad de trabajo, pero que era inferior al valor que sus esfuerzos incorporaban a la mercancía. Comoquiera que en distintas industrias la densidad del capital, es decir, la relación entre maquinaria e insumos con el número de trabajadores –lo que Marx llamó la composición orgánica del capital– variaba sustancialmente, la plusvalía incorporada a mercancías distintas pero de igual valor no tenía por qué ser la misma, contrariando una ley básica de la competencia capitalista, cual es la tendencia a la igualación de la tasa de ganancia.
La razón de lo anterior estriba en que si trabajos de igual calificación incorporaban el mismo valor a la mercancía por hora trabajada, y el valor de la fuerza de trabajo –el salario– tendía a igualarse por la competencia, el monto relativo del plusvalor, en comparación con el trabajo «muerto» incorporado, variaría según la densidad del capital de cada industria o proceso productivo. Una producción muy capital-intensiva resultaría en una mercancía con escasa incorporación relativa de trabajo «vivo» y, por ende, la plusvalía generada sería baja en comparación con bienes de fabricación más trabajo-intensivos de igual precio. Consciente de que esta discrepancia significaría que las tasas de ganancia tendrían que ser menores –permanentemente– en las industrias capital-intensivas, Marx entendió que los precios a que se intercambiaban las mercancías en una economía real, en la que las composiciones orgánicas del capital diferían para distintas actividades productivas, ¡no podían ser expresión fidedigna de su valor! Esta conclusión, que hubiese llevado a cualquier investigador menos comprometido ideológicamente a abandonar la teoría del valor-trabajo por quimérica, obligó al filósofo alemán a contorsiones argumentativas en el tomo III de El capital para explicar «la transformación de los valores en precios», con el fin de conservar sus postulados;11 de lo contrario, debía buscar otra fundamentación de su doctrina de explotación.
No es menester ser Thomas Kuhn12 para desechar la teoría del valor-trabajo por una explicación mucho más sencilla: la de que el valor de las mercancías se origina por la valoración que hacen los agentes económicos del bien en cuestión a través de las transacciones del mercado, es decir, de la relación entre oferta y demanda. Por demás, como hemos señalado, Marx reconoció que, sin tomar en cuenta la demanda, no podía explicar su concepto de «trabajo socialmente necesario» o la «relación» entre valores y precios. Más aún, su teoría nunca pudo explicar satisfactoriamente la renta de la tierra ni el valor de los objetos de arte –pinturas, esculturas y otras–. ¿Cuál es el trabajo «socialmente necesario» para obras de creación individual?
Esta última reflexión lleva a lo que es probablemente el fracaso más palmario de la teoría del valor-trabajo: su incapacidad para dar explicación del valor creado por la innovación tecnológica, proceso cada vez más característico del modo de producción capitalista. En efecto, ¿qué valor incorpora a la sociedad el trabajo de un innovador o de un grupo reducido de técnicos/obreros/empresarios innovadores que ahorra millones de dólares a través de innovaciones de proceso, o que aumenta inmensamente el total de satisfacciones –¡valor!– de un universo innumerable de consumidores, por intermedio de novedosos productos? ¿Cómo se transmite el valor del «trabajo muerto» de una innovación a los procesos productivos sucesivos a los cuales esta se difunde? ¿Cómo explicar que las ganancias extraordinarias –seudo rentas innovativas– que percibe el innovador original son rápidamente abatidas en la medida en que su innovación es producida por otros y/o superada por innovaciones ulteriores? ¿Desaparece ese valor o «nunca existió» porque no se cumplía con las condiciones de la competencia pura? ¿Cuál es la magnitud del valor contenido en el trabajo del (los) innovador(es) si resulta en la aparición de una mercancía de consumo masivo que simplemente no existía antes?
Según la concepción marxista, el valor generado en una economía, como expresión de una relación social, crece sólo en la medida en que aumenta el número de trabajadores activos o porque se intensifique el proceso de su explotación en la actividad productiva, aspecto que engloba el mayor valor del trabajo calificado y la imposición de ritmos de trabajo acelerados a través de la mecanización. De acuerdo con esta perspectiva, el valor producido por obrero podría incluso disminuir en la medida en que se conquistaran jornadas laborales de menor duración, si bien ello tendía a compensarse con la aceleración del trabajo que imprimían las máquinas nuevas o con su mayor calificación. La diversificación de la producción y la prodigiosa introducción de inéditos y mejorados productos del capitalismo moderno implicaría que ese valor social se repartiría entre un número creciente de bienes. Por ende, el valor promedio de cada producto tendería a ser cada vez menor. A menos que se admitiera que el nivel de vida de los trabajadores mejoraba con ello, esto tendría que ser válido también para esa mercancía particular que es lafuerza de trabajo, definida precisamente por el valor de los bienes y servicios que permiten su reproducción. Pero es evidente que, desde mediados del siglo XIX, el nivel de vida promedio de los trabajadores industriales de los países avanzados se ha multiplicado significativamente. ¿Qué sentido tiene, en estas condiciones, afirmar que el valor de la fuerza de trabajo habría disminuido porque disminuyó el valor de los bienes y servicios necesarios para su subsistencia?13
La contradicción «insalvable» o antagónica entre trabajo y capital en Marx presuponía que la distribución de los frutos de la producción, de su valor total, constituye un juego «suma-cero»: lo que gana el capitalista es a expensas del obrero. Si se admite que el progreso tecnológico podía proporcionar una suma creciente de valor, más allá del crecimiento de la población y de la intensificación del proceso laboral, podría postularse perfectamente una alianza entre trabajo y capital para impulsar innovaciones y mejoras en la productividad que resultaran en ganancias para ambos; un juego suma positivo. En este caso, la relación no tendría por qué ser antagónica y, por ende, la caída inevitable del capitalismo no sería tal. Desde luego, ello constituye uno de los pilares base sobre el cual pudo desarrollarse la exitosa expansión industrial de Japón y de otros países del Lejano Oriente en la segunda mitad del siglo XX y un elemento central del (ya no tan) nuevo paradigma tecnológico del capitalismo actual (v., p. ej., Pérez, 2004).
Si una teoría no está en capacidad de dar explicación del fenómeno más característico de su objeto de estudio, es obvio que debe descartarse por otra u otras con mayor poder explicativo, si es que uno pretende circunscribirse al ámbito de lo científico.
De hecho, muy pocos economistas hoy en día dan crédito a la teoría del valor-trabajo como explicación de la realidad. Incluso académicos marxistas debaten abiertamente su inutilidad y, por ende, su prescindencia con relación a otros postulados del pensamiento de Marx (v., p. ej., Roemer, 1986).
Otra cosa, empero, es sostener que el valor de una mercancía debe ser retribuido íntegramente a los trabajadores –presentes y anteriores– que la produjeron. Este «deber ser» puede perfectamente constituir la base de una prédica política, aunque inviable o de nula implantación práctica. En primer lugar, remunerar al trabajador con el valor íntegro de su producto sacrificaría la inversión neta e implicaría mantener la actividad económica en el mismo nivel, lo que los economistas neoclásicos denominan «el estado estacionario». Lo que Marx llamaba lareproducción ampliada del capital, base del incremento del bienestar material de la población, requiere obligatoriamente pagar un salario inferior al valor que aporta el trabajador, que permita la acumulación de excedentes invertibles para poder aumentar las capacidades productivas de la sociedad. Ello no sería llamado «explotación», sin embargo, si el régimen se autocalificara de socialista pues, por antonomasia, el usufructo de ese excedente obedecería a consideraciones «sociales» y formaría un componente indirecto, en última instancia, de la remuneración al obrero. Bajo el «socialismo realmente existente» tal función fue cumplida de manera discrecional y brutal por el Estado, sin correspondencia con criterio alguno de salario «justo»: este sólo podía entenderse como el nivel de remuneración que permitiese la inversión requerida para consolidar en el poder al régimen comunista. Por definición, empero, esta explotación brutal se ejercía en el interés del proletariado.
En realidad, la pervivencia de la teoría del valor-trabajo sólo se explica por razones ideológicas, es decir, mistificaciones de la realidad que buscan sostener valores y actitudes consustanciados con fines determinados: la «falsa conciencia» de que nos hablaba el propio Marx para encubrir posiciones de dominio. Tal argumentación, en última instancia, se encuentra en el mismo plano de otras valoraciones que han servido para sustentar proyectos totalitarios que podrían parecer bastante menos agradables, como las que sostienen que el bienestar y los derechos de usufructo del producto social corresponden exclusivamente a los nacionales, a un pueblo, a un Volk o raza. La propuesta marxista del valor-trabajo como fundamento de una nueva sociedad termina siendo un mero deseo, un «deber ser» a imponerse como principio «revolucionario». En la medida en que ello pretende sostener la inevitabilidad providencial de la sociedad comunista –una Edad de Oro para la humanidad– como una verdad que no necesita demostración, asume características de mito. A esto deben añadirse las ansiadas proyecciones moralistas de lo que sería esa sociedad comunista, sin contradicciones antagónicas y en la cual tenderían a prevalecer la cooperación y la solidaridad en vez del comportamiento egoísta e individualista propios del capitalismo, que contextualizan al Bien y el Mal con base en criterios ideológicos.
La inevitabilidad del comunismo y otros mitos
La falsedad de la teoría del valor-trabajo deja sin fundamento la postulación marxista de un antagonismo irreconciliable de clase entre propietarios de los medios de producción y trabajadores, en la economía capitalista. Desde luego, en estadios civilizatorios de escaso o nulo progreso tecnológico, en los cuales la productividad permanecía estancada, la repartición del producto social obedecía necesariamente a un esquema suma-cero: lo que ganaban los dueños de tierras, establecimientos comerciales o fábricas en la antigüedad o en la Edad Media era a expensa de los siervos, esclavos y/o trabajadores libres, reducidos a un estado miserable de vida, apenas de sobrevivencia. Pero, como se apuntaló arriba, el progreso tecnológico moderno ha permitido que empresarios y trabajadores puedan mejorar su situación al mismo tiempo, denotando que la distribución factorial del ingreso, en economías en las que aumenta de manera sostenida la productividad laboral, puede enmarcarse en un juego suma-positivo. Más aún, en la sociedad del conocimiento de hoy la cooperación entre gerencia y obreros en determinadas áreas es fuente importantísima de mejoras en la productividad y, por ende, de ganancia mutua. Las fuerzas prometeicas del capitalismo han dado campo a conquistas laborales y sociales que hubiesen sido imposibles de alcanzar y sostener en economías estancadas. Ello hace desaparecer la rigurosa determinación clasista del Estado, al que se ha ido dotando en los países avanzados de una institucionalidad crecientemente incluyente, como lo revela el Estado de Bienestar de las socialdemocracias europeas. Esto no quiere decir que los conflictos de clase hayan desaparecido, sino que no tienen por qué entenderse como antagónicos.
La reducción marxiana de lo político a lo económico –«en última instancia»– deja por fuera, además, la enorme gama de oportunidades que han abierto las conquistas libertarias en el campo de los derechos civiles, laborales, sociales, de la mujer, culturales, etc. La enorme riqueza de subculturas, cultos, modas, identidades colectivas e intereses que han aflorado en los países avanzados atestiguan lo fútil de pretender reducir la conciencia del hombre en sociedad a un mero reflejo de su posición en el proceso de producción y distribución de bienes. Deja de tener pertinencia, por ende, la reducción de la enorme vastedad de enfoques y puntos de vista que pueden adoptarse en torno a problemas de una comunidad, de la sociedad o de la humanidad general, a una proyección maniquea entre una visión «burguesa» o «capitalista» y otra «revolucionaria»; treta a la que se suele apelar, no obstante, para reclamar lealtades y aplacar disidencias, para exigir el cierre de filas detrás de un caudillo. Si en el plano económico ha dejado de operar el juego suma-cero, en el ámbito de lo político la ampliación progresiva de las libertades asume la característica de un bien público que beneficia crecientemente a todos (o a casi todos). Al no ser el Estado un instrumento al servicio exclusivo de las «clases dominantes», aparecen espacios de convivencia siempre normados en el Estado de derecho liberal.
Por último, la aceptación de que las contradicciones entre el capital y el trabajo no tienen por qué ser antagónicas, y el reconocimiento de la enorme variedad de intereses que pueden manifestarse en las sociedades abiertas, dejan sin piso la pretensión marxiana de construir una «ciencia de la historia» con base en este argumento medular. ¿Cómo insistir en la «inevitabilidad» del comunismo cuando día tras día la economía capitalista y las instituciones del Estado de derecho liberal muestran su inagotable capacidad de adaptación y su gran vitalidad ante las crisis y desafíos que genera su desenvolvimiento? Como muy bien lo explica Carlota Pérez, el nuevo paradigma tecnológico requiere de un importante cambio institucional que refuerce los valores de la iniciativa, la disposición al cambio y la capacidad de asimilar provechosamente la información, y que estimule la participación de los distintos miembros de una comunidad con base en su creatividad. Aquellos países con estructuras de poder rígidas que privan a sus ciudadanos del libre acceso a la información, refractarias al intercambio de ideas y que asfixiaban la iniciativa independiente fracasarían en el dominio de las corrientes de producción y comercialización basadas en el nuevo paradigma. Paradójicamente, las relaciones de producción«socialistas» del modelo soviético terminaron por ahogar el desarrollo de sus fuerzas productivas en la era de la revolución de la informática y precipitaron el colapso de su economía. La estructura descentralizada de toma de decisiones de la economía de mercado fue, por el contrario, muy permeable a las adaptaciones y cambios requeridos en las relaciones de producción para aprovechar plenamente las potencialidades del nuevo estilo tecnológico. La inversión en capital humano –educación, salud, asistencia social– pasó a constituir la fuente del crecimiento económico, como fue reconocido al fin por los teóricos de la economía (Romer, 1986). Lejos de perpetuarse el conflicto entre crecimiento y equidad que había plagado las etapas iniciales de desarrollo de los países capitalistas y que observó Marx en la Inglaterra de 1850, ahora una mayor equidad –a través de la inversión en «capital humano»– se convertía en un imperativo para que las naciones en desarrollo pudieran crecer sobre bases sólidas, como lo atestiguó la experiencia de muchos países del Lejano Oriente, incluido Japón.
SCIELO