El viaje sin retorno de Breaking Bad
Lo bueno de vivir en la posmodernidad es que podemos tenerlo todo, de la misma forma que ninguna de las formas artísticas que vemos es el paradigma de aquello correcto o el modelo a seguir. Tenemos, por ejemplo, aquellas series que después de vivir una época de esplendor, donde dejaron de existir los límites, han decidido volver a los orígenes de la televisión, con modelos clásicos y a la vez sólidos (como The Good Wife), pero también tenemos la otra cara de la moneda, más propia del cable, que opta por destruir ciertas pautas morales y ha decidido transgredir a partir de la figura del antihéroe. Pero una obra de arte televisiva debe ser más que una simple idea. Debe precederle un proceso de gestación natural y debe tenerse en mente que la premisa (el concepto) tiene que ejercer de semilla y brotar poco a poco con el paso de los episodios. De no ser así, podríamos abandonar esa serie tras ver el piloto, a sabiendas que no habría una exploración posterior.
La filosofía de Showtime, que explotó ideas interesantes sin la más mínima intención de cuidar sus obras, provocó que cogiera manía a cualquier obra que partiera de algún antihéroe y, por ello, que me negara a ver Breaking Bad (también tuvo parte de culpa Mad Men, que empezó a ser demasiado consciente de ella misma). Me echaba para atrás la obvia fealdad de algunas de sus promos, ese planteamiento tan directo y el miedo que la cadena AMC hubiera hecho otra serie cuya historia, más que avanzar, pareciera que retrocediese. Pero estaba equivocado y con el segundo episodio me di cuenta que Breaking Bad era mucho más inteligente que todos sus precedentes. A diferencia de ellos, es una obra flexible, que evoluciona y respira. Y yo, tanto en la tele como en el cine, la literatura o la pintura, quiero que me hagan partícipe de sus emociones y no que creen una ilusión para que me sienta inteligente.
Lo que me indicó que esto iría más allá fue la inesperada relación entre el protagonista y el chico que tuvo secuestrado en el sótano. Que se jugara la ejecución de un asesinato a cara o cruz no fue el verdadero dilema. Eso era una cuestión de suerte. Lo que en verdad dijo acerca del protagonista fue su decisión acerca de ello. O su contradecisión, como queráis llamarlo. Y esa historia, además de latir por si misma, también sirvió para demostrar que si hacía falta cada episodio sería distinto al anterior, todo con tal de avanzar. Porque el viaje por el cáncer (del enfermo y de la familia), la crudeza de las drogas, el costumbrismo y el camino al infierno no tienen porque adoptar una misma forma y armonía. Esta puede variar. ¿Acaso nosotros como personas vivimos siempre en el mismo estado? Opino que en esencia nunca cambiamos, pero las circunstancias hacen que el mundo cambie.
Lo que ayuda en este aspecto es la ironía que impregna la serie a nivel estético. La percepción del relato, a la vez que la de su protagonista, oscila en todo momento. A veces la realidad es fea como la dentadura de una drogata, preciosa como una lluvia de droga y monótona como un plano de una micción sanguinolenta. En ningún momento sus elecciones estéticas optan por la vía fácil y siempre son resultado de una reflexión que huye de los efectismos por los que sí han optado otras obras coetáneas. Y vaya por donde vaya en sus próximas temporadas (que por ahora sólo he visto la primera), estoy convencido que Breaking Bad es más que la culminación de un subgénero, sino el resultado de una profunda reflexión de los parámetros que ofrece la televisión y la capacidad que tiene un relato y una visión de prosperar dentro de ellos (a la vez que propasarlos).