Todo comenzó a agravarse aceleradamente a partir del siglo XVIII con aquella famosa y vieja polémica que enfrentaba a dos escuelas estéticas: la del clasicismo cartesiano francés y la del sentimentalismo prerromántico alemán: “dos representaciones antagónicas de la naturaleza”1 –como dirá Luc Ferry– que no se agotaban en una disputa por el predominio de un simple estatuto de la belleza o del arte, sino que lo que estaba en liza eran dos concepciones del mundo y de la vida, dos auténticas Weltanschauungen irreconciliables, que buscaban ora recuperar, ora separarse –definitiva e irremisiblemente– del terruño, de la campiña original (Urlandschaft, para los alemanes) entendida como fiel trasunto de aquella Edad de Oro pura y virginal de los orígenes.
Para los clasicistas, cuyo referente era la Ilustración francesa y cuyo arquetipo de naturaleza eran los historiados jardines de Versa-lles, aquel alejamiento no sólo se les antojaba positivo sino especialmente saludable.
Contra esta visión clásica de la naturaleza, racionalista, humanista (es decir, antropocéntrica), artificial... y moralizante se rebelaba la concepción estética del sentimiento que tenía por el contrario el anhelo y la imagen de una naturaleza original, pura, salvaje (des Wilden) e irracional, es decir, una naturaleza aprehensible únicamente por las vías del sentimiento.
“Esta naturaleza –como la describe magníficamente Robert Legros– es la de los orígenes. Es original en el sentido de que todavía no ha sido domada, organizada, disciplinada, sometida. Sólo es pureza, inocencia, eclosión, impulso, frescor, espontaneidad... Y de esta naturaleza original, a la vez virgen y prolífica, la montaña nos ofrece la imagen. La efervescencia de las flores y el desbordamiento de los torrentes, el juego de las cascadas y las hierbas silvestres, la pureza del aire y el frescor de los bosques, ésa es la naturaleza verdadera, la que todavía no ha sido desnaturalizada... No sólo se manifiesta en el paisaje alpino, sino también en las costumbres de los montañeros. Como viven en armonía con la naturaleza original, los habitantes de los Alpes están impregnados ellos mismos de un espíritu natural. Entendámonos: no están corrompidos por la civilización, ni deformados por lo artificial... A través del ideal de una naturaleza originalmente pura y generosa toma cuerpo el mito de una edad de oro en el seno de las montañas”.4
No hay duda de que aquí nos encontramos ya en las antípodas de la naturaleza “humanizada” de los clasicistas. Como señalara el biólogo alemán Walter Schoenichen en su magnífica obra Protección de la naturaleza como tarea cultural popular e internacional, “Para los pueblos del Norte, el respeto por las creaciones de la naturaleza está inscrito en su propia sangre”5. Y haciendo suya aquella vieja reivindicación de Wilhelm Heinrich Riel, dirá:
El pueblo alemán tiene necesidad del bosque. Y aun en el caso de que ya no tuviéramos necesidad de la leña para calentar al hombre exterior... no por ello dejaría de resultar igual de necesario para calentar el hombre interior. Tene-mos que proteger el bosque, no sólo para evitar que se enfríe la estufa en invierno, sino para que el pulso del pueblo siga latiendo caliente, alegre y vital, para que Alemania siga siendo alemana.
Durante siglos el hombre germano había hecho del bosque un lugar donde habitar, un lugar sacrosanto y matricial: el bosque era para él al mismo tiempo su casa y su santuario 6.
Pero será a lo largo de los siglos XVII y XVIII cuando el cartesianismo militante apoyado por un lado en la filosofía mecanicista y el empirismo inglés (de larga tradición materialista: Hobbes, Hartley, Bacon, Locke, Hume, Bentham, Darwin, etc.) y, por otro, en los innegables e inmediatos –sobre todo inmediatos– logros materiales consiga imponer progresivamente en Occidente una idea extraña, fría, moribunda, crepuscular: la idea behemothiana de que todo debía concebirse de acuerdo con el modelo de los fenómenos sensibles o de la máquina. Los cielos y la tierra, los animales y las plantas y hasta el propio hombre debían estudiarse y “analizarse” en términos de partículas materiales o átomos en movimiento 7.
Y ya coronando el siglo XVIII, concretamente, con el triunfo en Francia en 1789 de la Revo-lución Burguesa y la consiguiente propalación por toda Europa –Napoleón mediante– de sus “Inmortales Principios” (amén del cartesianismo, el Código napoleónico, el individualismo, el “clasicismo”, el cientismo, el pragmatismo, etc.) ¿no se habría roto –definitivamente– con aquella idea primordial, fresca, auroral de Naturaleza concebida como un Todo orgánico, e incluso sagrado (“Kosmos”), como realidad viva en el sentido más amplio de la palabra?...
Era el triunfo sin duda de Behemoth, de la Science in Behemoth a la que se refería al principio J. Jiménez Lozano.
Naturphilosophen... esos reaccionarios
Afortunadamente para Europa y para el mundo en la “retrasada y medieval Alemania” nunca lograron imponerse totalmente las ideas de los Jacobinos franceses, y, enseguida, ya en 1790 se producía dentro del Romanticismo, y en torno principalmente a la revista Athe-naeum, una reacción más que evidente: poetas y científicos, artistas y pensadores… ¡todos querían “volver al bosque”!: para reencontrar a la Naturaleza perdida y devolverle “su alma”;
para poder contemplarla como aquella madre cálida y hermosa,
honesta y mágica que siempre fue;
para escuchar sus “consejos” y descifrar sus símbolos...
demasiado tiempo olvidados….
Eran los Naturphilosophen (“Filosofos de la Naturaleza”) que se rebelaban contra la “dictadura” de la tecnociencia utilitarista y materialista de Behemoth, y abogando por unas nuevas formas de sensibilidad promovían “otra ciencia” auténticamente humana que permitiera conocer la Naturaleza en profundidad pero sin contradecirla ni violentarla, sino muy al contrario, comulgando íntimamente con ella8.
“Espíritu y Naturaleza –escribirá Schellling– no son más que una misma realidad vista bajo dos planos diferentes. No nos sorprendamos pues de su armonía” (El alma del mundo).
Pero la Naturphilosophie, nos apresuramos a decirlo, no era propiamente una escuela, ni tampoco consistía en una simple “filosofía de la naturaleza” como parece indicar su nombre, sino que conformaba más bien una actitud, una sensibilidad especial de amor a todo lo creado y de rechazo al mismo tiempo a la concepción cartesiana del mundo. Era un movimiento cultural y espiritual en definitiva, que se negaba a aceptar que el mundo fuera un mero conjunto-de-átomos-en-movimiento o en otro plano, ese mercado global, regido por la Gran Maquinaria (de la que se ocupa y preocupa, no sin razón, Abel Posse) en que hogaño esta convirtiéndose ya nuestro malhadado mundo donde pulula o está, pero sin Ser, ese mono evolucionado o acrecido de razón –Hélas... la déesse raison!– con “ideas simples y gustos complicados” que es el homo oeconomicus.
¡El colmo de la abominación para un Poeta! esa criatura divina dotada de razón, sí, pero también de intuición, asombro, sensibilidad, candor, pasión, recuerdos…..
¿Quiere esto decir que los Naturphilosophen eran diletantes de físicos o simples especuladores contrarios a la experimentación como se ha afirmado sin fundamento? ¡En absoluto! No sólo abordaban empíricamente todos los grandes temas de las ciencias de su época sino que sabían distinguir además como nadie los distintos niveles jerárquicos del conocimiento: eran verdaderamente multidisciplinares (como se diría hoy), y, por ello, plenamente conscientes de que la ”ciencia experimental” por sí sola era insuficiente para tratar de entender a la Madre Naturaleza si, previamente, no estaba asistida, integrada y subordinada a un proyecto metafísico, pues, como sostenía Kant (uno de los precursores de la Naturfilosofía a pesar de ser ésta paradójicamente contraria al racionalismo kantiano)9 una verdadera ciencia no podía elaborarse con una simple acumulación –aun sistemática– de hechos:
Han de ponerse en práctica –decía– ciertos principios, y estos principios, en tanto que tales, no derivan de las observaciones empíricas sino que las preceden y sirvenpara integrarlas en un pensamiento teórico coherente.
Ni siquiera la ciencia newtoniana puede evitar –añadía– “pedir prestado a la metafísica, y no debe avergonzarse por ello”. De ahí el rechazo frontal de los Naturphiloso-phen al concepto mecanicista de la materia, dando preferencia a la concepción “dinámica” (es decir, incierta) de las “fuerzas fundamentales” (Grundkräfte), anticipándose de esta manera más de cien años al funeral de la vieja física oficiado por Max Planck recién entrado el siglo XX.
¿Asombroso? Esa es la palabra... y por ello no deja de sorprendernos sin embargo que aquella corriente de pensamiento –no meramente “científico”– contribuyera tan decisivamente al desarrollo de las ciencias, alemana en particular, y europea en general.
¿No sorprende que fuera un filósofo como el danés Oersted quien se anticipara a los “físicos puros” descubriendo, entre otras cosas, el electromagnetismo?
¿Y no es chocante que otro Naturphilosoph como el alemán Wilhelm Ritter al tiempo que descubría los rayos ultravioleta, la polarización galvánica o la electroquímica, no cesara de recordarnos que “todas las ciencias han de poetizarse”?
Pero cuando hablaban de “poetizar la ciencia” no aludían a un simple recurso retórico o a un eufemismo fácil. Poetizar (del gr. poiésis= creación), significaba para ellos que la investigación científica propiamente dicha debía ser “creativa” y, al mismo tiempo, respetuosa con “lo creado” teniendo en cuenta “las exigencias de la sensibilidad y de la espiritualidad”, del Amor y de la Vida, de donde dimana toda Creación. Y que la Naturaleza es un “Todo orgánico” y “algo más”, es –como sostiene Schelling– “un sistema único y dinámico en el que las fuerzas fundamentales se metamorfosean de muchas maneras”10.
La “Revolución conservadora” frente a la atomización de la ciencia, de la tierra y del hombre
Lamentablemente, la Naturphilosophie fue apartada por el proceso de “atomización” de la física clásica (es decir, por el insondable abismo abierto, por ejemplo, entre la materia y la vida por una parte y el pensamiento (filosofía) y la materia (ciencia) por otra y por la arrolladora e imparable carrera del capitalismo anglosajón que abordó imparable el siglo XX.
Por desgracia “este proceso –comenta Armin Mohler– se ha acelerado más aún –en nuestros días– por la disgregación de la herencia de la Antigüedad que durante siglos enteros el cristianismo había ayudado a tomar forma, de manera que aunque los elementos de los mundos anteriores subsisten siempre, lo hacen sin embargo flotando confusamente en el espacio, aislados y sin un centro con el cual poder relacionarse.
La antigua estructura de Occidente, unidad hecha de tradiciones antiguas, cristianas, y de los impulsos aportados por aquellos pueblos incorporados a su historia con las Grandes invasiones, está hecha pedazos11.
Sin embargo, será a comienzos del siglo XX, entre las dos guerras mundiales, cuando resurgirá de nuevo, con una fuerza inusitada, el eterno legado de los Naturphilosophen de la “era goethiana” y del idealismo alemán pero en una nueva floración todavía más rica y extensa si cabe, con multitud de matices ideológicos, culturales, políticos, etc., a menudo contrapuestos, pero con una serie de principios comunes, Einheit (unidad), Ganzheit (totalidad) donde la distinción no implica escisión porque “la parte está en el Todo” y “el centro está… en todas partes” de forma que las oposiciones no son enfrentadas, ni eludidas, sino integradas).
Desde el rechazo de las corrientes del racionalismo francés (incluyendo la idea burguesa del Estado nacional creado precisamente por la Revolución de 1789), así como del imperialismo inglés que habían dominado Occi-dente hasta entonces, y guiados bajo unas mismas “imágenes conductoras” (Leitbilder) en busca ora del “bosque olvidado” para “emboscarse” (Jünger), ora del centro perdido (Spann), de aquella idea espiritual, integradora de pueblos, que fue la oecumene medieval, al propio tiempo respetuosa con sus tradiciones ancestrales, con sus sentimientos más íntimos y sus valores más genuinos en fraternal armonía con todo lo creado… que había sido desde siempre la clave de nuestra civilización, y que, por ende, lo será también del verdadero pensamiento ecológico. Más aún, el viejo sueño de todo científico que era –y es– llegar a encontrar una “teoría del todo” (T.O.E. Theory Of Everything) capaz de englobar las cuatro interacciones fundamentales del universo será cada vez más utópica y lejana si no se vuelve a aquellos planteamientos holísticos, naturfilosóficos o poéticos recuperados para la ciencia por la Konservativ Revolution (“Revolución Conservadora”).
Me refiero a aquella inmensa pléyade de movimientos, como el National-bolchewismus, el Landvolkbewegung, los Volkischen, los Bün-dischen, los Wandervögel, etc... que integraban el estado de un sentimiento, de una actitud común que Armin Mohler vino en llamar la Revolución Conservadora (Die Konservativ Re-volution), probablemente, el fenómeno social y cultural más paradigmático e interesante de los últimos tiempos en la lucha global contra la muerte del espíritu y de la tierra, y cuyo conocimiento arrojaría mucha luz sobre el origen, desarrollo, verdaderos intereses e incluso fatal desenlace de “aquellas viejas polémicas” que comentábamos al principio de este artículo y cuyas penosas e indeseables consecuencias padecemos hoy.
Vivimos instalados en plena civilización atómica de Behemoth (donde imperan la división, la transgresión, la disgregación, el divorcio, la discordia, etc.) creyendo que la “fisión nuclear” que “atomizó” Hiroshima hace ahora sesenta años fue un hecho “casual”, esporádico, lejano, pero, a día de hoy, todavía mueren muchas personas a resultas de ello, y por desgracia seguirán haciéndolo sine die muchas más, en un mundo evanescente y escindido hasta el tuétano, que se muere lenta y… placenteramente.
El padrino del bautizo, tras su nacimiento, fue Thomas Mann, con su obra Consideraciones de un político, aunque después se descolgara del carro con La Montaña Mágica e incluso se exiliara de Alemania, pero todos los tratadistas de su obra silencian sistemáticamente su faceta revolucionaria-conservadora. ¿Por qué?
Lo mismo sucede con el resto de todos estos autores malditos, por ejemplo Ernst Jünger tuvo la evolución más paradigmática de toda la “R. C.”, fue Anarquista prusiano, Corazón aventurero, Nacional-bolchevique, y todo ello sin sufrir ninguna fisura ni contradicción, de acuerdo con la propia naturaleza de la “R. C.”, pero nadie habla de ello.
Werner Heisenberg, el famoso Nobel descubridor del “principio de incertidumbre” y director del atómico “Club del Uranio” alemán fue un entusiasta continuador de la Naturphi-losophie, además de líder del movimiento Bund. Por cierto, ¿si ya en 1941 logró la primera “reacción en cadena” de la historia (antes incluso que Fermi) por qué no hizo la bomba atómica?
Ottmar Spann fue el fundador de una concepción tan interesante como necesaria para el mundo de hoy como el Universalismo Cerrado y el Circulo de Viena, y es prácticamente un desconocido.
El “delito” de todos ellos fue encontrarse en un lugar y en unos tiempos difíciles e inadecuados a su naturaleza (el interregno weimariano que vio la imparable ascensión del partido nazi), pero... ¿debían por ello abandonar su casa, su obra o su patria a las que amaban profundamente?
Pero... y los que lo hicieron, tampoco fueron exonerados por ello de culpa. Más... ¿de qué culpa?
No obstante... se les continúa censurando en sus libros y en sus pensamientos. Y sin embargo difícilmente podríamos encontrar otro lugar mejor que ése para descubrir las claves de la atomización de nuestro mundo. ¿Será esa la razón de ser de ese “ostracismo selectivo”?
Los primeros monumentos legales de la ecología
No será hasta comienzos de los años treinta del siglo XX, cuando aquella estética del movimiento romántico de que hablábamos al principio –vía “Revolución Conservadora”– llegue a cristalizar en Alemania en una iniciativa legislativa sin precedentes que supondrá –por primera vez en la historia de Occidente– la defensa de los animales y de la Naturaleza per se, es decir, como sujetos activos de derechos por ellos mismos, no otorgados por o desde el hombre, sino reconocidos como seres o entidades autónomas anteriores al hombre. Así se promulgaron en Alemania leyes como la Ley de protección de los animales (Tierschutzgesetz), la Ley que limitaba y regulaba la caza (Das Reichsjagdgesetz), o la Ley sobre la Protección de la Naturaleza (Reichs-naturschutzgesetz), que constituyeron –en palabras de W. Schoenichen– “la ilustración perfecta de la idea popular del romanticismo” (die Darstellung del volkischromantischen Idee)12 y que será más tarde, por añadidura, la base de todo el pensamiento ecológico y más concretamente de lo que el noruego Arne Naes llamará Deep Ecology (o “ecología profunda”).
En defensa de los Naturvölker
Schoenichen, claro exponente de aquella época, no dejará de fustigar el trastocamiento de la campiña alemana:
Nuestra campiña nacional (heimatliche Landschaft) –dirá– ha sido profundamente modificada en relación con las épocas originales, su flora ha sido alterada de múltiples maneras por la industria agrícola y forestal, así como por la concentración parcelaria unilateral, etc.13
Y consecuente con su ideología conservadora tampoco dejará de abogar por la conservación de toda la creación, denunciando la visión liberal (capitalista) del mundo que sin otro objetivo que la ambición económica sin medida ha llevado a cabo la explotación de los Natur-völker, los pueblos naturales, de toda la tierra, con los denuestos del “hombre blanco, ese gran destructor de la creación”: sólo ha sido capaz de abrirse, en el paraíso que él mismo ha perdido, un camino hecho “¡de epidemias, de robos, de incendios, de sangre y de lágrimas! De hecho, la esclavitud de los pueblos primitivos en la historia “cultural” de la raza blanca constituye uno de sus capítulos más vergonzosos, no sólo surcado por ríos de sangre, sino de crueldades y de torturas de la peor especie. Más aún, sus últimas páginas no se escribieron en tiempos remotos, sino en los albores del siglo xx. Dedicando las críticas más duras a la teoría francesa de la “asimilación” puesto que “está sacada directamente de los principios de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789. De este modo, la antigua teoría liberal de la explotación siempre ha constituido el trasfondo de la política colonial francesa, de forma que no había cabida posible para un tratamiento de los primitivos que fuera en la dirección de un pensamiento protector de la naturaleza”14.
La ecología es identidad, es libertad
Pero sobre todo para W. Schoenichen la ecología es una lucha por la diversidad, por la identidad y la personalidad de todos los pueblos y de toda forma de originalidad (Ursprünglichkeit) frente a la labor de masificación-mixtificación-uniformalización del mundo liberal que se caracteriza por “la influencia niveladora de la cultura general y de la urbanización que reprimen cada vez más la esencia propia y original de la nación, mientras que la racionalización de la economía hace que paulatinamente vaya desapareciendo la especificidad original de los paisajes”.
Esta idea central, de la rehabilitación global que recuperarán autores de la Revolución Conservadora como Heidegger e incluso otros más actuales como Marcuse, Alain de Benoist o Félix Guattari, consiste en una recuperación de las raíces propias, aprendiendo a re-personalizar, a re-diferenciar a los grupos y a los individuos en oposición al movimiento de “globalización” o indiferenciación (o “americanización”) que representa la dinámica central del Capitalismo mundial. Por eso, una de las funciones más importantes de la ecología es a juicio de W. Schoenichen su faceta restauradora-liberadora, o sea “la defensa de la identidad”.
Reflexión final
Quién iba a decir que aquellas célebres polémicas epistemológicas por la Big Science (p. e. entre Schelling y el suizo Lesage o entre Newton por un lado y Goethe o Leibniz por otro, etc..,) que aquél contencioso filosófico y vital entre el utilitarismo mecanicista inglés y el idealismo romántico germánico, entre el calvinismo puritano y burgués y el tradicionalismo aristocrático alemán, entre el imperialismo anglosajón, y el sincero regeneracionismo espiritual y moral de la “Revolución Conservadora Alemana” iba a concluir, tras una loca y disputada carrera por la bomba atómica, con el triunfo aplastante y total de la Gran Maquinaria arrasando en Hiroshima el último reducto sintoísta de civilización y pundonor, de belleza y poesía, que quedaba en Oriente: ¡el Japón del Sol Naciente! (Ahora entiendo el sentido del inimitable gesto de Yukio Mishima, y compartiéndolo, le amo).
¿Quién lo iba a decir que, pese a su fracaso, la vieja física determinista, materialista del XIX15, base de la Science in Behemonth, y por añadidura del capitalismo, del cientismo y de todos los “ismos” iba a imponerse a la postre por la fuerza implacable de la Gran Maquinaria a la rica y “asombrosa” experiencia de la “R.C.” digna sucesora de la Naturphilosophie cuyos principios especulativos fueron confirmados científicamente el 14 de diciembre de 1900 en la Sociedad Alemana de Física de Berlín, cuando Max Planck liberando a los libérrimos “quanta” (cuantos, “paquetes” de energía) del redil del “universo cerrado” de la física clásica, regido por leyes impasibles e implacables, nos abría un portillo –tocado por un “quantum” de luz cenital– a la Libertad y a la Esperanza?
¿O quizás la búsqueda y consiguiente logro de la bomba atómica no fue una disputada carrera sino el epílogo lógico y fatal de un largo proceso de transgresiones, de un Occidente descarriado?
Recordemos cómo al dividir Descartes la Na-turaleza en res cogitans y res extensa lo que hizo fue racionalizar y des-encantar al mundo, de-sacralizándolo, “atomizándolo”, convirtiéndolo todo a la postre en un bazar, en un aluvión de cosas inconexas e inexactas.
Y cómo a partir de entonces el culto de la objetividad científica –es decir, con Behemoth en la ciencia (o Science in Behemoth)– excavó una fosa oscura, abismal, imposible, entre el cielo y la tierra, entre el hombre y la Naturaleza.
Y cómo ese divorcio, ese desarraigo que interesaba tan sólo al banquero y al mercader, es decir, al burgués, lo ha arruinado todo: tradiciones, lenguas, hombres, animales, plantas… y hasta las mismas cosas se han desnaturalizado convirtiéndose en fríos objetos vacíos de contenido.
© Carlos Galicia