Entré a la cabina del capitán, no había nadie más que yo en ese momento y una miriada de dispositivos, máquinas y artefactos que parecían conducir la nave por sí mismos. Sobre uno de estos artefactos encontré un montón de basuras: ramas, hojas y alguna pluma. Parecía el botín de algún niño que jugaba al aire libre y había recolectado un pequeño montón de cosas que le llamaron la atención. ¿Qué haría con ellas? Es posible que el niño se hubiera ido hace ya tiempo y su montón de cosas quedara allí defendiendo su posición, pero con un sentido indefinido. El capitán entró pronto tras de mí y el botín se transformó en un montón de planos y cartas náuticas. Me dijo: mi flota consiste en 9 naves con capacidad para treinta hombres cada una, en este momento en total hay 345 hombres a mi cargo, tú eres el 346. Me parecía un número apropiado. Olvidé mencionar que el capitán llevaba anteojeras; por si no lo sabes, las anteojeras son parte del equipamiento con que visten a los caballos para que puedan ver solo hacia el frente. Las llevo para no desconcentrarme, mal que mal hay más de 300 hombres que dependen de mí para llegar a t i e r r a s d e s c o n o c i d a s. ¡El barco se hunde!, ¡el barco se hunde! La hija del capitán, comandante por nacimiento de la orden de los Dannebrog y un ángel de los querubines y que no debe haber tenido entonces más de 4 años, entraba corriendo de cuando en cuando en la cabina, revoloteando alrededor de los dispositivos y gritando ¡El barco se hunde!, ¡el barco se hunde! Cuando esto sucedía el capitán quedaba consternado. Sabía que el barco no se estaba hundiendo, sin embargo se quitaba sus anteojeras y buscaba en sus planos y máquinas, o en cualquier otro lugar buscaba señales, señales de que el barco se había hundido ya, o de que se hundiría en el futuro. ¡El barco se hunde!, ¡el barco se hunde!
Nunca fui amigo de grandes maquinaciones, pero sí me manejaba en los artificios clásicos: les dije que iba para un lado y me fui para el otro. Ya en el pasillo de mi habitación, ya cuando abría la puerta una voz me dice: "No esperaba verte aquí." La saludé y se veía casi tan bien como la primera vez que la conocí. Siempre he pensado que esa noche debe haber estado poseída por una diosa. Recuerdo que cada rasgo mientras hablaba, mientras sonreía, cada gesto que se movía en su rostro era una ligera metáfora de la belleza. Y la cadencia con que se me acercaba ilimitadamente. Tal vez todavía se me esté acercando en su mente. Aun así no me convenció: era demasiado morena (simples son las cosas grandes). Venía saliendo de la habitación de otro hombre, d clquier modo la invité a entrar a la mía. Me rechazó: ya tenía una cita esperándola en el comedor. Dame tu número, me dijo, soy el 346, le dije. Hizo ademán de anotarlo en su teléfono, pero en verdad lo anotó en una pequeña libretita donde llevaba los números de sus mejores clientes. Para mí eres el 24 (pensó). Varias veces he reflexionado que ese primer encuentro nuestro debe haber sido el punto más alto de su vida, la expresión de miles de años de seducción contenidos en clave dentro de sí... y aun así fue en vano: simple es la causa de su pena (era demasiado morena, para mí). Todo lo demás me era atractivo, acaso el color de su piel era un dragón solitario, último, ancestral, remanente, desafíandome. Recuerdo haberla visto mirándose al espejo, más bien: con la mirada perdida en un rincón del espejo, mirándose de reojo y llorando. Todos la habían celebrado ese día y ahora su abrigo despampanante llovía colgado en la barra de la tina. En la frase "Es bueno verte" se escondía: "Es bueno ser vista por ti" (such is the chaos of my penis).