La consparanoia de Rubicon
El relato del ciudadano anónimo, en principio tan o más ordinario que nosotros dos juntos, que lucha por desenmascarar un poder oculto que mueve los hilos de la historia contemporánea, atrae. Es el clásico de la consparanoia, de esas organizaciones que laten dentro de uno o varios gobiernos (occidentales, tirando a anglosajones) sin que los propios mandatarios lo sepan. Y detrás de estas palabras inútiles, más bien vacías, reside el quid de la cuestión: pueden haber pasado ya unas cuantas semanas desde que se estrenó
Rubicon en
AMC, pero aún no tengo ni idea de qué va el asunto. Quizá es un inmenso globo que nos estallará en los morros. Quizá nunca estallará. Y quizá siempre estaré dando palos de ciego intentando saber de qué va en realidad. Pero yo sigo.
Esta inercia que me obliga a seguir (a mí y a la mayoría que le hemos dado una oportunidad) no es para nada verosímil a primera vista.
Rubicon es tan intencionalmente lenta y da tan poca carnaza al espectador que se supone que todos deberíamos dejarla al cabo de dos episodios. Pero es esa falta de golpes de tuerca, de cabos sueltos y, por otra parte, la presencia de personalidades imponentes lo que obliga a seguir, aunque sospechemos que esto puede no ir a ningún lado o dar tranquilamente la vuelta.
Si no la has visto, te diré que el ciudadano anónimo que busca la verdad es un analista político muy gris que trabaja en un think tank. Y está rodeado por otros seres muy grises, y otros personajes que no sabes muy bien quiénes son o cuáles son sus intenciones. De hecho, cada vez que se discute algún asunto (o el grisáceo parece avanzar en sus pesquisas) no me entero de la misa la mitad. Quizá es mi inglés, o quizá es que la serie sabe dar tan poco en general como en concreto, pero hacer de la nada algo suficiente.
Esta nada, sin embargo, también tiene sus formas. Por una parte tenemos unos escenarios curiosamente intrigantes, que van desde ese perfecto decorado que es Nueva York a unos interiores cuyos elementos se intuyen distribuidos a conciencia para que la vista se pare en ciertos puntos concretos (¿o es ya fruto de mi paranoia?). Y luego están unos personajes cuyas miradas parecen transmitir mucho más de lo que acaban siempre diciendo. Muchas veces directamente no dicen nada (como, por ejemplo, la secretaria que es una especie de Joan de
Mad Men reciclada y también uno de los personajes más interesantes). También ayuda, por supuesto, que la trama más inconexa de todas la protagonice
Miranda Richardson y que los responsables fueran tan inteligentes de elegir a
James Badge Dale, que luce un sutil atractivo y sabe cargar con el peso de la serie.
Y si la fórmula no funciona para la cadena, como indican los índices de audiencia (aún me pregunto quién dio luz verde a este marciano proyecto), pido a la AMC que dé otra oportunidad al trío de analistas encarnados por
Lauren Hodges,
Dallas Roberts y
Christopher Evan Welch. Esta especie de procedimental que a veces que protagonizan, con sus roces, puyas y demonios, podría dar para la sitcom más gafapasta de la historia, una especie de The Office donde la palabrería sería sustituida por los silencios, el papel por informes de terroristas, y las risas no tendrían cabida, o un CSI intelectual donde los protagonistas ni salieran de la habitación. Suena a despropósito, lo sé, pero quien haya visto Rubicon entenderá que cuajaría a la perfección.
Fuente: Criticoenserie.blogspot.com