Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de
Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las
de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más.
En el séptimo siglo de la Hégira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en
un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia
de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al
ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en
Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de
la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema
con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron
irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que
fondear en un puerto de la costa eritrea1. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también
frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción
consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de, agua clara; la probé, movido por
la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El
inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa
formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco
a todos los hombres. Esa noche, dormi hasta el amanecer.
He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad,
pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso.
Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendi en los
poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los
hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más intima.
La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan lossucesos de
dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que
baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de
Hekatómpylos, dice que el no es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino
a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea,
por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo,
el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son
homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el
vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras
corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron;
otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí
está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribi, en Bulaq, los viajes de Simbad
el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alía: «En
Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es
falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir
a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y si en
la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me
obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano
Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo XIII, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal
y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre
de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo
de las naves) de mostrar vocablos espléndidos2.
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.
No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en
breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.
Postdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior,
el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A Coat of Many Colours
(Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahua Corcoveo. Abarca
unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben
Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilíus evangelizans
de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de «la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, breves
interpolaciones de Plinio (Historía naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey
(Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut;
en el cuarto, de Bemard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos,
que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. «Cuando se acerca el fin -escribió
Cartaphilus- ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.» Palabras, palabras
desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y
los siglos.