Tears of the Kingdom ha cambiado mi vida.
No voy a decir que me ha curado, porque eso sería una estupidez. Tampoco creo que un videojuego, ni siquiera este, sea la solución a ningún problema, como curiosamente parece afirmar el anuncio de Nintendo Australia. Si os sentís como el protagonista, si estáis deprimidos, si os cuesta encontrarle un sentido a la vida o levantaros por las mañanas, apagad la consola y pedid ayuda. Yo lo hice, y tarde es mejor que nunca. Sin embargo, lo que sí puedo agradecerle a este Zelda es haberme devuelto una ilusión que pensaba que había perdido; haberme devuelto una parte de mi vida que considero importante, y poder decir esto en tiempo presente es exactamente lo que le debo. Y el mérito no es de su tamaño, ni de su ambición, ni de su tecnología, ni siquiera de su inteligencia infinita e inagotable, porque insisto que todo eso solo son herramientas y medios para un único fin: regalar momentos.
Uno detrás de otro, sin freno, constantemente, conformando un minuto a minuto con el que absolutamente ningún otro videojuego puede competir, y haciéndote sentir, por fin, como supongo que se sentía Miyamoto cuando exploraba aquellas cavernas: como un niño al que todas las preocupaciones le quedan grandes. Volver a sentirme así me ha ayudado, y quizá por eso no pueda ser objetivo. Quizá, a la hora de valorar lo que se ha conseguido aquí y el lugar que Tears of the Kingdom debería ocupar en la historia del videojuego, ya no tenga sentido hablar de Maradona y de Messi, sino de aquel vídeo por el que todos vamos a ir al infierno: el de Maradona colándole un gol por la escuadra a un chaval discapacitado. Comparado con el resto, con el nivel general de la industria, con los demás, la superioridad es tan insultante como lo fue la de Breath of the Wild en su día, y por eso mucho me temo que el efecto será equivalente, y que volverán a pasar unos meses hasta que pueda disfrutar otro juego.
Hasta que vuelva a acostumbrarme a la mediocridad de títulos que no son tan emocionantes ni tan pulidos ni tan grandes ni tan perfectos, pero sobre todo a juegos que sueñan con ofrecer a lo largo de sus decenas de horas uno, dos, o a lo sumo un puñado de instantes que se acerquen a lo que Tears of the Kingdom parece lograr sin esfuerzo alguno en cada minuto de su metraje. Ese momento llegará, pero mientras dure el embrujo permitidme disfrutar del momento. En su día reconozco que me dejé llevar, y acabé dándole las gracias a Nintendo por los videojuegos. Hoy, después de que Zelda haya vuelto a salvarlos, al menos para mí, me veo en la obligación de hacerlo de nuevo.
Gracias. De corazón.