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Como medio para contar historias serias, la televisión tiene muy poco a su favor, o al menos lo ha tenido durante la mayor parte de su existencia. No podía esperarse otra cosa de un marco que ha estructurado durante décadas su manera de contar historias alrededor de la pausa para la publicidad, ese corte para anuncios cinco veces cada hora en el que se supone que los guionistas, actores y directores deben engatusar lo bastante al espectador para que un viaje a la nevera o al baño no se convierta en un alejamiento definitivo del televisor o, todavía pero, que utilice el mando a distancia para cambiar de canal.
En un constructo así, ¿cómo puede un narrador desplegar auténtica ambición? ¿Cómo van a articularse los relatos de forma segura y consistente si no es utilizando los paradigmas más básicos del bien y el mal, de héroes y villanos, y creando personajes simples? Dónde, sino en tramas que sean accesibles hasta para el más ignorante o indiferente de los espectadores. Dónde, sino en la inutilidad descerebrada e inofensiva de narrativas gratificantes y reafirmantes que hagan que los que viven cómodos se sientan más cómodos e ignores a los que sufren, para así vender más camionetas Ford y comida rápida, más cerveza y zapatillas deportivas, más iPods y productos de higiene femenina.
Piensa que durante generaciones el brillo catódico de la hoguera de campamento favorita de la nación, el reflejo televisivo de la experiencia americana —y, por extensión, de las democracias de libre mercado occidentales— nos ha llegado desde las alturas. Los westerns y las series de policías y las de abogados, los culebrones y las comedias de situación, todas ellas han sido concebidas por profesionales de la industria audiovisual de Los Ángeles y Nueva York y luego les han dado forma entidades empresariales para que calmen y tranquilicen a la mayor cantidad de espectadores posible, adoctrinándoles en la idea de que su futuro es mejor y más brillante de lo que realmente va a ser, que nunca ha habido mejor momento que el presente para comprar y consumir.
[…] The Wire muestra un mundo en el que el capital ha triunfado completamente, en el que el trabajo ha sido marginalizado y en el que el dinero ha comprado la suficiente infraestructura política como para asegurarse que sea imposible poner en marcha una reforma del sistema. Es un mundo en el que las reglas y valores del libre mercado y de la maximización de beneficios han sido confundidas con una estructura de sociedad, un mundo en el que las propias instituciones son lo más importante y en el que los seres humanos cada día importan menos.
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— David Simon (prólogo a The Wire: Truth Be Told, Rafael Alvarez, 2004)
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